El día 7 de diciembre, Noam Chomsky cumple años. Nacido en Filadelfia en 1928, este octogenario es uno de los pensadores contemporáneos más reconocidos del siglo XX y lo que llevamos del XXI. La política y la lingüística son su fuerte. Corría el año 1957 cuando publicó su primer libro(1), un compendio de clases que había preparado para sus estudiantes del MIT. Tiempo después, Chomsky recordaría que, en aquella época, la editorial Mouton sacaba montones de cosas inútiles y así fue como se colaron sus clases en una publicación europea. Dos años más tarde, en 1959, publicó un artículo(2) en el que criticaba un libro, el de Burrhus F. Skinner(3), cuya teoría, el conductismo, dominaba por aquel entonces la psicología y tenía repercusiones significativas en la lingüística y los estudios sobre adquisición de lenguas. Según esta línea de pensamiento, toda conducta era el fruto de asociaciones repetidas entre estímulos y respuestas, incluido el lenguaje. A esto, Chomsky respondió que la capacidad para comprender y producir lenguaje no se podía explicar en términos solo empíricos, por inducción. Cuando aprendemos un lenguaje somos capaces de generar todo tipo de expresiones que antes no hemos oído, por tanto, nuestro conocimiento es más profundo.
Con la publicación de estos trabajos, Chomsky empezó a cambiar la lingüística. Se cuestionó el conductismo, y la idea de la gramática universal y generativa se puso de moda. Se plantearon preguntas como: ¿qué aspectos del lenguaje se pueden manifestar sin ayuda de la experiencia? ¿Aprendemos el lenguaje al imitar a los padres, o tenemos un instinto? Chomsky parte de la observación de que el lenguaje es infinito —no hay límite en el número de oraciones que podemos producir y comprender. Sin embargo, los elementos que configuran el input que recibe el niño que aprende la lengua sí son finitos. La cuestión es cómo el niño es capaz de comprender y producir un número infinito de expresiones lingüísticas utilizando un número finito de elementos.
La idea no es del todo nueva. Un grupo de académicos de la Edad Media, los Modistae, y más tarde, durante el Renacimiento, los de la escuela francesa Port Royal, creían que todas las lenguas se basaban en una gramática universal que reflejaba la estructura de la mente de dios. Chomsky, que de muy joven había leído los textos de estas dos escuelas, desarrolló su oposición al conductismo en esa línea. Él mismo traza la filiación de sus ideas al siglo XVII e identifica su punto de vista con el de los grandes filósofos racionalistas, sobre todo Descartes, y lo contrasta con el de los pensadores británicos de la corriente del empirismo que mantenían que la mente es una tabula rasa y que todo el conocimiento deriva de la experiencia. Para Chomsky, la mente es un sistema bello, cuya construcción es visible en el lenguaje. El que resuelve el enigma del lenguaje se lleva el primer premio: el conocimiento sobre la estructura del pensamiento.
Así formuló Chomsky la idea de que la capacidad de controlar las estructuras gramaticales es innata, genéticamente determinada. La gramática es generativa en el sentido de que se genera, se crea. La pregunta que se debe hacer el lingüista es: ¿Cómo hacer una descripción finita de algo infinito? Debemos pensar en la gramática como si fuera un dispositivo que junta trozos de oraciones siguiendo unas reglas precisas, de manera que se generan oraciones correctas. Si hay unas reglas que se pueden aplicar a su mismo resultado, es decir, recursivas, entonces es posible que las gramáticas finitas generen lenguajes infinitos. No solo hay que describir el conocimiento sobre el lenguaje sino la competencia lingüística, de ahí que una gramática generativa deba constituirse en una descripción de conocimiento y competencia. Por tanto, la gramática universal se define como el conjunto de principios y parámetros que constituyen las lenguas y que son el resultado de nuestra capacidad y competencia innata.
Los intelectuales están en posición de exponer las mentiras de los gobiernos, de analizar las acciones en función de sus causas, motivos y a menudo intenciones ocultas. (Noam Chomsky)
Del mismo modo que las ideas de Chomsky revolucionaron la lingüística en los años sesenta, sus ideas políticas también han suscitado un enorme interés. La política le preocupó desde niño. Con solo diez años publicó su primera pieza en el periódico de su escuela: un editorial sobre la caída de Barcelona durante la guerra civil española. Cuando en su primer año de universidad se topó con Zellig Harris, profesor de lingüística con ideología de izquierda sionista —opuesto a la idea de un Estado judío en Palestina— el interés de Chomsky por la política y la lingüística aumentó. Más tarde leyó la crónica de George Orwell sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, que le sirvió para confirmar ideas que ya tenía sobre el tema, y desde entonces se ha referido a la Barcelona anarco-sindicalista de Orwell como ejemplo de orden libertario y mejor modo de gobierno. Posiblemente por eso, y por haber nacido en el seno de una familia judía, pensó seriamente en trasladarse a vivir a un kibutz de Israel. El sistema de kibutz —comunas agrícolas de ideología socialista sionista— era una de las pocas sociedades donde los principios anarquistas se habían puesto en práctica. Chomsky y su mujer, Carol, lo probaron. La conclusión fue que en el kibutz había una ideología racista y opresora. Volvieron.
Aun así, sus ideas políticas no han cambiado significativamente. En los sesenta, cuando decidió formar parte del movimiento antibelicista, aún no era el fenómeno de masas en que se ha transformado. Hablaba contra la guerra, lo arrestaron varias veces y lo incluyeron en la lista de enemigos oficiales de Nixon. Entonces se convirtió en un héroe para los que como él, se oponían a la guerra de Vietnam. También criticó con dureza las políticas de los Estados Unidos en América Latina, ganándose la simpatía de los liberales de izquierda. Pero muchos, en el siglo XXI, han comenzado a ver la política exterior americana como algo más complicado, y piensan que las ideas de Chomsky son demasiado rígidas y simples, cosas del pasado. Sin embargo, según crece la distancia entre su pensamiento y las ideas más convencionales, más relevante es su papel en el debate político.
Chomsky puede ser brutal en sus argumentos, pero excepto por las palabras en sí mismas, no hay apenas agresividad en sus formas. Solo en los gestos de las manos. La expresión de su rostro no cambia. Nunca levanta la voz. De hecho, su voz es tan suave que si no usa micrófono, es difícil escucharlo. Sus ojos se hunden profundamente en su cara, y son tan pequeños que casi están cerrados, el derecho más que el izquierdo. El 5 de noviembre estuvo en Barcelona y dio una conferencia sobre la crisis de la inmigración. En principio, la conferencia se iba a realizar en el campus de la Ciutadella de la Universitat Pompeu Fabra, que tiene un aforo pequeño. Pero había tanta demanda que los organizadores tuvieron que cambiar la ubicación al Palau de Congressos, mucho más grande. Poco después del cambio, las entradas ya se habían agotado. Ni Bruce Springsteen. En ese momento, Trump todavía no había ganado las elecciones. Su opinión era que, incluso si no ganaba, sería muy peligroso, y en caso de ganar, llevaría al mundo al desastre. Ahora, Chomsky confiesa que la ciudad de Barcelona tiene una resonancia especial para él. El pasado 8 de noviembre le hizo recordar ese primer artículo que escribió de niño sobre Barcelona, en el que se hacía eco de la propagación inexorable del fascismo.
La ciencia es un poco como el chiste del borracho que busca debajo de una farola las llaves que ha perdido al otro lado de la calle, porque es donde está la luz. No tiene otra opción. (Noam Chomsky)
Parece que a los académicos les cuesta mucho cambiar de opinión; muchos adoptan una posición determinada al principio de su carrera y pasan el resto de su vida defendiéndose. Chomsky, por el contrario, nunca ha dejado de criticar sus propias teorías con el mismo vigor con el que ha criticado las de otros. De hecho, se ha pasado las últimas décadas explicando en qué se ha equivocado. Es el caso, por ejemplo, de una de las ideas con más repercusión en otros campos: la que sostiene que en el lenguaje hay una estructura profunda y una estructura superficial. La estructura profunda sería la forma subyacente abstracta —el significado de una oración— y la estructura superficial, lo que escribimos o hablamos. Aunque la idea es simple, es difícil hacer funcionar la distinción entre estructura profunda y estructura superficial en la complejidad de diferentes idiomas. En su lugar, Chomsky ha intentado desarrollar una teoría más simple, el Programa Minimista. También parece abrir una puerta a una idea que ha criticado durante mucho tiempo: la idea de que la facultad del lenguaje podría implicar partes del cerebro no especializadas en el lenguaje.
Muchos han atacado las teorías de Chomsky. Cada ataque parece que va a ser el definitivo y que por fin habrá otro referente en el mundo de la lingüística. A este respecto, aclara Steven Pinker en un artículo publicado recientemente en Scientific American, nunca ha habido consenso. Si parece que Chomsky representa la opinión dominante en lingüística es porque sus críticos abarcan muchos enfoques y facciones, por lo que no hay una sola figura o corriente alternativa. A pesar de las críticas, la idea fundamental de Chomsky, que el lenguaje es innato, perdurará, en opinión de Pinker. Aunque las ideas de Chomsky no siempre han sido satisfactorias para él o para los demás, ningún lingüista ha sido más influyente. Chomsky no siempre tiene la respuesta correcta, pero sí ha sabido formular la pregunta clave.
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(1) Chomsky, N. 1957. Syntactic structures. The Hague: Mouton
(2) Chomsky, N. 1959. Review of Verbal Behavior. Language, 35: 26-58.
(3) Skinner, B. F. 1957. Verbal Behavior. New York: Appleton-Century-Crofts.
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