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Lomonósov o el sueño de saberlo todo

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Mijaíl Vasílievich Lomonósov. Imagen: Wikicommons.

Después de visitar la Plaza Roja, el Kremlin, las catedrales, la galería Tetriákov, Gorky Park y, si es bibliófilo, el estanque del Patriarca y la casa natal de Bulgákov, hay una ruta menos conocida que se revela como una opción muy interesante para el visitante ocasional de Moscú. Comienza en la estación de metro Vorobyovy Gory, al sudoeste de la ciudad. Antes de salir, una mirada a la derecha nos proporciona una preciosa vista del estadio Luzhniki, ya preparado para acoger el próximo Mundial, con el Moscova a sus pies. Tras aparecer en los pilares de un puente, unos escalones de madera nos permiten atravesar un bucólico bosquecillo, y acabar en la calle Kosigina, más bien un amplio bulevar. Ya solo aguarda un corto paseo hasta el mirador que da nombre a la estación, y que permite gozar, si el día es claro, de una maravillosa panorámica del centro de la ciudad.

Sin embargo, lo más brillante del paseo no se ve asomándose al mirador, sino paradójicamente dándole la espalda. En ese momento tendremos enfrente la fenomenal mole del edificio principal de la Universidad Estatal de Moscú, apoteosis de la arquitectura soviética y posiblemente la dependencia universitaria más impactante del mundo —la belleza o no ya queda al criterio de cada cual—. Diseñada por Lev Rúdnev en pleno estalinismo, posee más de treinta pisos en su torre central, habiendo llegar a ser en algún momento el edificio más alto del continente europeo. El viajero no puede evitar acercarse al coloso, y ya más cerca será capaz de leer la inscripción en la fachada principal que anuncia Moskóvskiy Gosudárstvenniy Universitét ímeni M.V. Lomonósova. El inevitable diccionario bilingüe le puede ayudar a traducir Gosudarstvenny (Estatal) e imeni (en honor de), pero no aparecerá Lomonosova porque es un nombre propio. El nombre del tipo que, entre otros miles de cosas, hizo posible que un día esa universidad existiese.

La Universidad Estatal, y al fondo el Luzhniki. Imagen: Wikicommons.

Probablemente Lomónosov no pensaba en fundar universidades cuando recogía pescado de niño con su padre, pero por lo que sabemos es muy posible que ya tuviera grandes ideas en la cabeza. Situémonos un poco. Nos encontramos en los primeros años del siglo XVIII en Mishaniskaia, una perdida ciudad norteña a la orilla del mar Blanco, cerca de Arkhangelsk. Gobierna ya Pedro el Grande desde el San Petersburgo que ha creado casi de la nada, tratando de pilotar la transformación de Rusia en un país moderno. A pesar de ello la movilidad social es muy reducida, y las esperanzas para un chico cualquiera de provincias de salir adelante y medrar sin padrino, sin sangre azul y sin dinero son prácticamente nulas.

Salvo que no nos encontramos ante un cualquiera. Casi desde que sale del nido, el joven Mijaíl Lomonósov manifiesta una curiosidad infinita, la brutal capacidad de aprendizaje que aprovecha dicha curiosidad, el carácter de un legionario y la ambición de un príncipe. Tiene suerte de aprender a leer muy pronto, de que un diácono le pasase abundantes libros desde joven —casi todos religiosos, pero también por ejemplo la Aritmética de Magnitsky— y de que su padre tuviera un trabajo que les obligaba a viajar con frecuencia, y que aguijoneó el interés del niño Mijaíl en temas como la navegación, la ingeniería, las ciencias marinas o la meteorología. Sin embargo, la adolescencia fue dura: comprendía a la perfección que su destino era heredar el pequeño negocio de su padre y un matrimonio de conveniencia en la zona, y que en consecuencia no había ninguna posibilidad de progreso intelectual ni personal en el camino natural que le ofrecía su vida. Además, su situación doméstica no era la mejor, ya que las peleas con su nueva madrastra llegaron a convertirse en el pan de cada día, y su padre se negaba en redondo a permitirle que abandonara el hogar. Era una situación sin salida, puesto que Mijaíl no tenía medio alguno para subsistir fuera de casa y los lugares que a él le interesaban se encontraban demasiado lejos.

Pero como ya hemos dicho, este muchacho no era como los demás. Un buen amanecer cualquiera, con diecinueve años, escapó de casa y se unió a un mercader de pescado que hacía la ruta hacia Moscú, a más de mil kilómetros de distancia de Mishaniskaia. La leyenda cuenta que Lomonósov cubrió la descomunal distancia a pie firme, pero más allá de posibles exageraciones lo que debe valorarse es que al joven Mijaíl no le asustasen ni las privaciones —no tenía un rublo— ni la incertidumbre ni la ausencia de contactos, para cubrir una distancia enorme y encontrarse de pronto en la gran metrópoli fiado solo a su ingenio y a su fuerza física, que por cierto era descomunal. Lomonósov era alto y de gran complexión, y corre la historia de que, ya rondando la cincuentena, fue capaz un día de desarmar con sus propias manos a tres ladrones que intentaban robarle en medio del bosque, e incluso quedarse con la vestimenta de uno de ellos a modo de escarmiento.

Lomonósov, on the road. Imagen: Wikicommons.

Recién llegado a Moscú, la prioridad de Mijaíl era conseguir una educación. De algún modo logró engañar a los frailes del monasterio de Spassky, donde solo se admitía a hijos de nobles, y consiguió que lo admitiesen como estudiante. Un periodo muy duro, donde recibió las burlas de compañeros mucho menores que él y sufrió un hambre por momentos atroz, pues casi solo se alimentaba de pan negro y kvass, una bebida ligeramente alcohólica base de cereales. Además, en algún momento recibió una visita nada amistosa de su padre, que lo conminó sin éxito a volver a Mishaniskaia.

Su objetivo principal, sin embargo, se había cumplido: el monasterio era la sede de de la academia eslava greco-latina, donde se distinguió rápidamente como un alumno de un nivel fuera de lo común. Tanto es así que cursó los ocho años de curso de la academia en poco más de la mitad de tiempo, incluyendo estudios de filosofía, geografía e historia que se añadían a las lenguas que eran la especialidad de la casa. Su valía académica también le sirvió para librarse por los pelos de la expulsión cuando, en un momento dado, se descubrió que su ascendencia era bastante más plebeya que patricia.

Tras unos meses de mala experiencia académica en Kiev, Lomonósov volvió a Moscú para concluir sus estudios, graduándose como el primero de su promoción a los veinticinco años. Sus méritos le sirvieron para ser enviado como becario al centro de educación más prestigioso de Rusia, la Academia Imperial de San Petersburgo. Había sido fundada por Pedro el Grande diez años antes, y los abundantes fondos de los que se la dotó atrajeron a algunos de los mejores cerebros de la época, como Euler o Daniel Bernoulli. Mijaíl aún no lo sabía, pero pasaría una gran parte de su vida entre los muros de su sede oficial, la Kunstkamera. Lo que no es fácil saber es quién fue más importante para quién, y de hecho mucho tiempo después, en una discusión con su colega/jefe Shuválov en la que éste le amenazó de expulsión, Lomonósov le apostrofó: «La Academia no puede echarme, como mucho puedo echarla yo de mí». Así rugía el león.

Pero aún no hemos llegado a este punto. Estamos en 1736, y Mijaíl acaba de llegar a San Petersburgo. Su primer contacto con la ciudad de Pedro es breve, porque tras un año escaso le llega la oportunidad de viajar al centro del continente, concretamente a las ciudades de Marburgo y Freiberg, en Alemania.

En el aspecto profesional, el viaje de Lomonósov debió ser para él algo así como las exploraciones de Marco Polo. Las ciudades mencionadas fueron escogidas sobre todo para que el joven estudiante adquiriese familiaridad con ciertos aspectos de la minería y las factorías químicas. De modo natural, y por influencia de su tutor alemán Christian Wolff, Mijaíl se interesó por la filosofía, muy particularmente por el empirismo. Pero es que además es sabido que estudió a fondo literatura alemana, francés y arte, matemáticas y metalurgia, devoró los libros de Robert Boyle y escribió poesía sin parar, redactando incluso un tratado sobre la métrica del verso. Un poder de asimilación casi sobrehumano.

La Kunstkamera, sede de la Academia. Imagen: Wikicommons.

Es muy probable que el lector esté pensando en este momento en Lomonósov como la típica rata de biblioteca, con sus correspondientes gafas gruesas y la nariz sin separarse del libro correspondiente. La realidad no puede estar más alejada de ello, ya que Mijaíl llevó en Alemania una versión extrema de lo que se conoce como la vida de estudiante. A la vez que se instruía en los saberes detallados más arriba, tomó clases de danza y esgrima, y utilizó convenientemente sus nuevas habilidades para seducir chicas y combatir a espada con otros jóvenes tan bandarras como él. Líder de la pandilla de internos rusos, sus juergas se volvieron legendarias, hasta el punto de que hay declaraciones de estudiantes alemanes agradeciendo al cielo su partida de Freiberg. También se le iba la mano con el alcohol —una constante en su vida—, y se cuenta que una noche unas húsares con ganas de fiesta lo emborracharon y lo alistaron en el ejército prusiano, y que lo pasó realmente mal para poder escapar del compromiso adquirido.

La mala vida de Lomonósov concluyó con un compromiso matrimonial. La elegida fue Catherine Zilch, la hija de la viuda que le alojaba en Marburg. Casados en 1740 y sin poder hacer público el matrimonio, Mijaíl vivió unos meses de zozobra por su incapacidad para mantener a su nueva familia con el magro sueldo que recibía como becario de la Academia. Así, tras haber dejado Freiberg y perseguido por toda Europa al embajador ruso en Alemania para conseguir financiación, Lomonósov consiguió un puesto de adjunto en la Academia, y retornó a su país natal en 1741. Había pasado cinco años en el extranjero.

La vuelta a Rusia de Lomonósov marca de alguna manera el fin de sus años de juventud, y el panorama que encuentra en la Academia a su regreso no es demasiado alentador. Muerto Pedro el Grande, los fondos que la sostenían han decrecido, con lo que varios de los mejores profesores han emigrado y ya no se encuentran allí —de hecho, Mijaíl tendrá problemas para cobrar su sueldo—; la educación de los jóvenes se ha descuidado; la institución la dirige de modo tiránico un alemán, Schumacher, que se ha rodeado de alemanes más por su nacionalidad que por sus méritos científicos, y hay un grupo de profesores claramente alineado contra él, lo cual enrarece el ambiente. No parece la situación ideal para que en ella germine el genio de nadie.

Lomonósov comprende al llegar que el statu quo en la Academia perjudica la finalidad de esta como generador y transmisor de conocimiento, y se ubica desde el principio en el partido opositor de Schumacher. No es Mijaíl un hombre que sepa callarse, y a pesar de que la situación de adjunto no es muy segura se ve envuelto en varias disputas con el director y sus partidarios. En una de ellas se llega a la violencia física, y Lomonósov ha de sufrir ocho meses de arresto y humillarse con una disculpa pública antes de poder retornar a su puesto. Más tarde dirá, como André Weil en su momento, que esos meses fueron los más productivos científicamente de toda su carrera. En particular, esos días consiguió establecer los fundamentos de su teoría de la física de corpúsculos, y resultaron especialmente fecundos desde el punto de vista poético: varios poemas enviados a la zarina Isabel tuvieron que ver en su pronta liberación. De vuelta al trabajo, su posición se fortaleció con su elección como académico al año siguiente, con una cátedra de Química.

A partir de este momento, por fin con un puesto fijo, la protección de la emperatriz y una respeto bien ganado en el establishment científico y político del Imperio, el talento de Lomonósov sencillamente explota. Y hay que decir, sin temor a exagerar, que hay pocos que hayan producido tantas aportaciones de importancia a la ciencia y la cultura, y sobre todo en una variedad de campos tan grande. Sin ánimo de ser exhaustivos ni mucho menos (el lector interesado puede consultar aquí para las contribuciones de tipo científico y aquí para las de tipo humanístico), se podría mencionar:

-En ciencias: aproximaciones a la ley de la conservación de la materia, predecir la existencia de atmósfera en Venus, prueba del origen orgánico del petróleo, un catálogo de tres mil minerales, teoría cinética de los gases, explicación de la formación de los icebergs, predicción de la teoría de la deriva continental y de la existencia de la Antártida, interpretación de la luz como una onda, desarrollo de un prototipo del helicóptero, estudios sobre la electricidad atmosférica (donde se jugó la vida y la perdió su colega Richmann), invención de nuevos modelos de periscopio y telescopio, propuesta de una nueva teoría mecánica del calor, etc.

Lomonósov y Richmann. Imagen: Wikicommons.

-En letras, su Gramática está considerada el punto de partida del idioma ruso moderno, que siempre amó y al que dedicó su famosa frase «El ruso posee la majestad del español, la vivacidad del francés, la fuerza del alemán y la ternura del italiano y, además, la riqueza, expresividad y concisión del griego y del latín». Además, en su época fue considerado poco menos que el poeta nacional: poseía un estilo elevado y formal, de corte clásico, y se le considera un precursor de la fonosemántica. Son famosas sus Odas, y dejó inacabado un gran poema épico sobre Pedro el Grande. Publicó igualmente la que quizá sea la primera historia de Rusia, y dejó abundantes escritos de tipo humanístico y filosófico, muchos de ellos censurados después de su muerte por mostrar ideas demasiado cercanas a los ideales igualitarios de la Ilustración.

Pero como ya hemos ido viendo, Lomonósov no fue solo un fenomenal científico y literato, sino un hombre de acción. Como miembro de la Academia, se involucró en el crecimiento de la institución, colaborando en devolverle parte del esplendor del que gozó en tiempos de Pedro; en particular consiguió financiación para que se construyera en ella un gran laboratorio químico, el primero de Rusia, en el que realizó miles de experimentos y que fue siempre su gran orgullo. Además, junto con su mecenas y amigo Shuválov, sacó adelante el grandioso proyecto de la Universidad Estatal, del que ya hemos hablado, y se encargó personalmente de diseñar los planos para su construcción.

Aunque nunca abandonó la vida sencilla y austera, Lomonósov acabó convertido en una de las grandes personalidades del Imperio, famoso y protegido de la emperatriz Isabel, que le distinguió con honores y dones. Sin embargo, con la muerte de esta y ascenso al poder de Catalina la Grande, su estrella declinó. A una relación complicada con la nueva zarina se añadió el deterioro de su salud —en parte debido al alcoholismo— y las deudas contraídas por una fábrica de vidrio en la cual nuestro hombre se había esforzado en devolver a Rusia el arte del mosaico. Sus últimos años fueron difíciles.

La madurez del genio. Imagen: Wikicommons.

Mijaíl Lomonósov murió el 15 de abril de 1765, a la edad de cincuenta y tres años, de una gripe degenerada en neumonía. Cuentan las crónicas que se enfrentó a la muerte con un estoicismo que raramente había mostrado en vida. Tras ella, Catalina II y sus sucesores homenajearon convenientemente su figura, pero ocultaron gran parte de su legado, a causa de que sus escritos contenían muchas opiniones controvertidas sobre la organización social y política de Rusia. Por ello, sus contribuciones tardaron demasiado tiempo en ser conocidas fuera los círculos de la élite rusa. Hoy es adorado como el héroe nacional que fue, y hay centenares de referencias a su figura. Aparte de la Universidad Estatal, de la que ya hemos hablado, llevan su nombre un cráter de Marte, una estación de metro de Moscú y, un detalle precioso por cuánto dice sobre la vida de un hombre, su ciudad natal, que pasó a llamarse Lomonósova.

No hay mejor manera de ser recordado.


Elegantia iuris

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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra ; edición anotada por Nicolás Díaz de Benjumea e ilustrada por Ricardo Balaca. Barcelona : Montaner y Simón, 1880-1883. Imagen: Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla (CC).

Hay belleza en el lenguaje del delito. La elegancia de la semántica arcaica proporciona a los términos legales una estética que nos puede pasar desapercibida por la reincidencia con la que nos hemos acostumbrado a oírlos. Habituados a comer con el cohecho y cenar con la malversación, tal vez no reparemos en la armonía de estas palabras. Si nos detenemos a observarlas en su forma, despojadas de su significado y aplicación jurídica, descubrimos la poesía del léxico del delito.

Cohecho es —presuntamente— una preciosa alegoría relacionada con el cultivo. Dice Covarruvias (1)  que  «según algunos la palabra cohecho es castellana y metafórica, porque cohechar se dice propiamente aderezar el labrador la tierra, ararla y cavarla, y disponerla con esto, y con estercolarla y regarla, si puede, para que le dé fruto». El sentido recto de cohechar pervive en nuestros días con el significado de «Alzar el barbecho, o dar a la tierra la última vuelta antes de sembrar», según el Diccionario de la Real Academia; una imagen que remite, sea cierto o no el origen metafórico, a la aplicación en las labores de corruptela: abonar el terreno para recolectar. Cohechar para cosechar. En el sentido fraudulento forma parte desde antiguo de nuestra literatura. Cervantes da cuenta de su fama y difusión entre los coetáneos de Don Quijote:

Sancho amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones; y pues vos sabéis que sé yo que no hay ninguno género de oficio destos de mayor cantía que no se granjee con alguna suerte de cohecho, cuál más, cuál menos, el que yo quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro señor don Quijote a dar cima y cabo a esta memorable aventura.

Según Corominas (2), también tenemos un referente agrícola en el término prevaricación, que proviene del latín praevaricari, «hacer guiñadas el arado», es decir, torcerse al hacer los surcos. El Diccionario de Autoridades recoge una acepción no punible de prevaricar, lamentablemente ya en desuso, que dice así: «Significa también trastocar, o invertir y confundir el orden y disposición de alguna cosa, colocándola fuera del lugar que le corresponde. Lat. Pervertere». La prevaricación de Adán es el primer pecado o, podríamos decir, el delito original. Cervantes usa el término prevaricador en el Quijote en dos ocasiones. Una de ellas cuando el hidalgo acusa a Sancho de «prevaricador del buen lenguaje».

Fiscal has de decir, dijo Don Quijote, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te confunda.

La idea de conducirse de mala forma o llevar a otros por el mal camino (o de desviar caudales que no sean de agua) es compartida por muchos términos del campo semántico de la corrupción, aportando matices gráficos en su composición. Este mismo sentido general que implica no obrar de forma recta lo comprende malversar, que puede parecer un verbo creado en un duelo de raperos acusándose de hacer malas rimas, si nos abstraemos de su mala reputación. De la mala reputación del término, no de la de los raperos. La malversación no es tan añeja como el cohecho o la prevaricación y su etimología, en principio, es diáfana; pero su frescura no debería suponer un obstáculo para reparar en su cadencia y su reminiscencia lírica.

Sobornar deriva del verbo ornare (adornar, arreglar) con el prefijo sub-, que viene a significar preparar a alguien de forma oculta, por debajo, para obtener un beneficio. Con soborno volvemos a la imagen laboriosa de su sinónimo cohecho pero con una figura más calida, cercana y sonora.

Si hay una expresión tremenda, imponente, magnífica, digna de ser pronunciada por Pedro Piqueras, esa es la de lesa humanidad. Un concepto amplio que conserva vivo el uso derivado de laesus (dañado, ofendido) junto al resistente ileso, sa de la lengua común.

Pérdidas irreparables para el lexicón de la malfechoría son los delitos de alcahuetería y lenocinio o el no menos hermoso de baratería, similar al cohecho o el soborno y de dudosa etimología en la que es difícil delimitar si barato con el sentido de «bajo precio» es previo o posterior al de «engaño». En el capítulo XLV del Quijote podemos conjeturar sobre el significado de Barataria como un lugar fraudulento, si bien es cierto que dar barato también significaba «dar propina» y con ese sentido lo utiliza Cervantes en otros pasajes.

Diéronle a entender que se llamaba «la ínsula Barataria», o ya porque el lugar se llamaba «Baratario» o ya por el barato con que se le había dado el gobierno.

Sirva esta intromisión en la intimidad de las voces delictivas como defensa de su honor y de su imagen. En la mía propia, en prevención de ser acusada de apología, aporto como prueba exculpatoria uno de los pasajes más populares y hermosos de la obra de Cervantes y hago mías las palabras de Don Quijote.

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.

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Notas:

(1) Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias.

(2) Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas.

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Citas del Quijote:

Segunda parte, Capítulo XLI De la venida de Clavileño, con el fin desta dilatada aventura.

Segunda parte, Capítulo XIX Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros en verdad graciosos sucesos.

Segunda parte, Capítulo XLV De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula y del modo que comenzó a gobernar.

Segunda parte, Capítulo LVIII Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras.

Sobre la contradicción y otros hábitos saludables

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Fotografía: Tony Duckles (CC).

Ahora que el Museo Reina Sofía está celebrando la vanguardia en la obra de Pessoa, uno de los grandes poetas del siglo XX que, fiel a su defensa de la contradicción como cualidad inherente a la naturaleza humana, apenas publicó en vida, quizá sea un buen momento para tomarla como arma defensiva frente a tanto corsé lingüístico y vivencial, del mismo modo que, en su momento, el cuerpo femenino decidió desprenderse de los corsés físicos que lo oprimían. Operación harto difícil porque una cosa es el cuerpo propio y otra muy distinta el lenguaje, fuente común de la que todos bebemos y a la que todos devolvemos algo de lo que nos ha aportado; o cómo nos desenvolvemos, con el cuerpo y con el lenguaje, en relaciones humanas que nunca responden al libro de instrucciones. Y para no caer en el recurso fácil de criticar al vecino, hablaré de mi caso y de mis lecturas, sin voluntad de llegar a conclusiones definitivas sobre nada porque, en tiempos tan complejos como los que vivimos —valga el tópico—, la duda debe ser un estado natural. Y la pasión por el lenguaje, acaso la única certeza que me anima, no es ni mucho menos garantía de buen juicio per se: todo el mundo sabe que la mejor de las intenciones puede conducir a un resultado perverso.

¿Poeta o poetisa? Es esta una pregunta que me han hecho más de una vez. Para empezar, el término «poeta» ya de por sí me resulta incómodo porque creo que no responde a un estado permanente y reconocible del que pueda dar fe en todo momento y con solvencia, como cuando se me dice, por ejemplo, «profesora». En cuanto a «poetisa», no se me escapan las connotaciones que, sobre todo en el siglo XIX, se le atribuían a este término para referirse a una poesía femenina muy superficial, restringida al ámbito doméstico y a temas decorosos. Pero por encima de todo, creo en la economía de medios que el lenguaje impone para una comunicación efectiva; y creo también, por supuesto, que el matiz respetuoso o peyorativo de un término se lo da el uso que cada persona haga de él. Así pues, a la pregunta contesto indefectiblemente al entrevistador, sin ninguna inquietud: «como prefieras.»

Como traductora e investigadora, empecé trabajando sobre Shakespeare porque pensé que era la mejor manera de leer su obra en profundidad. Ya entonces predominaban en la crítica los «cultural studies», «feminist studies», «colonial studies» y otros enfoques alternativos a interpretaciones que, durante siglos, habían permanecido fieles a un concepto inmanente e intemporal de la literatura. Incorporé, gracias a los primeros, puntos de vista muy valiosos en los que no había caído por mí misma, pero jamás dejé de leer con la empatía histórica que nos permite el disfrute, sin condiciones, de obras del pasado, ni de buscar en el valor intrínseco del texto, en su expresión, fundamentos para mi propio juicio. Desde entonces, y antes por las circunstancias que por una elección consciente, me he «especializado» en poesía angloamericana escrita por mujeres. La razón más visible es que, a la hora de buscar autores poco estudiados, el porcentaje de mujeres es abrumadoramente mayor que el de hombres. Ahora bien: siempre he llegado a «mis» autoras, en primer lugar, por la atracción que sentía hacia su escritura; y únicamente en un segundo momento he reparado en el contexto en el que, a menudo con más dificultades que sus compañeros de generación, tuvieron que abrirse camino, y que por supuesto debe ser tenido en cuenta en el análisis.

Como madre trabajadora, durante los años de crianza me quedé bastante atrás en mi propia promoción laboral. Fueron años complicados, que no desesperados: mi marido y yo compartimos las cargas familiares, como todos los demás aspectos de nuestra vida en común. Sin embargo, ni siquiera un Estado ultraprotector, que concediera ocho horas diarias gratuitas de guardería, me habría instado a actuar de otro modo: quise criar a mis hijas, pues para eso las había tenido, y viví con intensidad el privilegio de poder transmitirles ese acervo de historias y canciones, entre otros elementos, que de otro modo yo misma no habría tenido la oportunidad de revivir, y que todavía suelen ser una marca de herencia femenina. Tampoco el extremo contrario me hubiera convencido, esto es, haber tenido la opción, que no tuve, de quedarme en casa durante un año, sin ningún estímulo más allá de la realidad doméstica. Defendí así mi precario equilibrio entre los dos mundos, el laboral y el familiar, como sigo haciéndolo, y asumí sus consecuencias. Hoy día, más que la brecha salarial entre hombres y mujeres, en mi entorno de trabajo asisto con incredulidad al abismo entre los que trabajamos en condiciones estables y la precariedad de los que han llegado después, siendo el único «mérito» de los primeros el haber estado ahí antes de la crisis.

En el difícil camino hacia la independencia mental que la carrera artística exige, la realidad no cesa de mostrar su cara más contradictoria, doblemente paradójica en el caso de las mujeres. Dos libros de memorias de poetas de la generación Beat, Joyce Johnson (1) y Hettie Jones, muestran a jóvenes de clase media suburbana norteamericana que, un buen día, abandonan la casa paterna para vivir en la bohemia neoyorquina de los cincuenta. Nada sale como esperaban: dentro de la bohemia misma, vuelven a asumir roles de madres, cuidadoras del hogar y, por si fuera poco, en muchos momentos constituyen el único sustento económico de familias, no por «alternativas», menos decepcionantes. El caso de Jones es especialmente elocuente: casada con el famoso poeta LeRoi Jones (después rebautizado como Amiri Baraka), a cuya carrera se consagró durante años y con todas las dificultades de una unión interracial en aquellos años, tuvo que ver cómo el Black Power se llevaba por delante su matrimonio, dado que él consideró que no podía seguir estando unido a una mujer de raza blanca.

Estas y otras autoras anteriores al feminismo de las décadas posteriores han sido criticadas, precisamente, por algo así como haber roto moldes solamente a medias, y haber asumido en sus vidas ese papel elocuentemente descrito por Joyce Johnson de «personajes secundarios». Ellas, sin embargo, asumen sus contradicciones con la consciencia de haber vivido tiempos y experiencias excepcionales, y haber aprendido de ello. Al final de su libro de memorias, publicadas décadas después de los hechos que relatan, Hettie Jones escribe: «No lamento mi independencia, pero si Roi hizo mal en dejarme en aquel momento tiene menos importancia que el hecho de que, hoy día, semejante decisión sería inútil. Somos demasiados seres anónimos —blancos y negros— los que habitamos estos bosques. La afroamericana es una historia específica; hay mucho más, y no tiene una respuesta sencilla».

Mencionaba al principio de este artículo el cuerpo femenino, todavía hoy tan traído y llevado en furibundas discusiones. Por descontado, ni ningún hombre ni ninguna institución deberían tener poder sobre él. Pero una cosa es quedarse en la historia específica de la que habla Jones (la batalla imprescindible contra la violencia o, en otros tiempos, contra el encierro de mujeres «díscolas» en instituciones por el mero criterio del padre o esposo) (2), y otra, mirar hacia ese «mucho más», siempre complejo y nunca satisfactorio, al que apunta. En la misma línea se puede considerar un artículo publicado en 1975 por mi muy admirada Natalia Ginzburg, en pleno debate, en Italia, sobre la legalización del aborto (3). Gizburg considera que es absolutamente necesario legislar sobre esta realidad: «El aborto legal debe ser pedido ante todo por justicia». Pero no por ello le pone paños calientes a un asunto al que no le ve ningún motivo triunfal, ni deja de considerar «odiosas» las palabras coreadas en las manifestaciones a favor de la legalización respecto a que «el vientre es mío y hago con él lo que quiero»: «en realidad también la vida es nuestra», aduce, «y ninguno de nosotros consigue hacer con ella lo que quiere».

Tampoco con el lenguaje puede uno hacer lo que quiera, porque entonces dejaría de cumplir la función con la que nació, que no es otra que la de comunicarnos bien. Mis veleidades lingüísticas terminan donde empieza el consenso por el que me entiendo con los otros. Obviamente, dicho consenso cambia con los tiempos: parece lógico que en el lenguaje jurídico se adopte la expresión «la persona demandante» por «el demandante», o que en determinados contextos se prefiera «ciudadanía» o «profesorado» a otras opciones. Pero estos retoques bienintencionados no pueden ser llevados a una artificialidad y una distorsión extremas. Se observará que en este artículo estoy utilizando constantemente el masculino inclusivo o universal. Ninguna de las otras opciones disponibles me convence lo suficiente —más bien me espantan— como para dejar de hacerlo. ¿Estoy incurriendo en una contradicción suprema? Sin duda.

Postdata: ¿Soy la única escritora de mi familia? Parece ser que sí. Pero nadie como mi madre para contar una anécdota cualquiera con una gracia indescriptible, aderezada en la dosis justa —o exagerada— de suspense, comicidad o digresión. Y nadie como mi bisabuela, que murió cuando yo tenía once años, para escribir cartas elegantes, bien ponderadas, con aquella caligrafía inclinada y cuidadosa que tanto me fascinaba. El lenguaje no es de ellas ni mío, sino que está ahí para que todas y —valga la excepción ahora— todos lo compartamos, sin susceptibilidades ni censuras innecesarias. O…

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1) Johnson, Minor Characters; Jones, How I Became Hettie Jones. El de Johnson está traducido al español como Personajes secundarios.

2) Estoy pensando en la infausta vida de Camille Claudel y en la novela La extraña desaparición de Esme Lennox, de la autora escocesa Maggie O’Farrell.

3) Pertenece a un volumen publicado en España como Ensayos.

Breve antología del insulto

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Luis de Góngora, retratado por Velázquez (1622) / Francisco de Quevedo, retratado por Juan van der Hamen.

Lo sientes nacer en un espacio indeterminado de tu estómago. Lentamente. Al principio es poco menos que un borborigmo amorfo, el equivalente en sonido de las criaturas fungosas de Lovecraft. Poco a poco se va componiendo, de manera lánguida, deliciosa, puliendo las aristas. Dibuja el alcance, paladea el impacto. Asciende desde tus más profundas entrañas, toma aire en los pulmones, saca fuerzas de tu corazón, se encamina hacia tu boca. Subglotis, glotis, epiglotis, cuerdas vocales que cimbrean alegres el adecuado tono. Y llega hasta tus labios. Pam. Seco, sonoro, contundente. Miradas aterradas, pequeños gritos que se ahogan, gestos de incredulidad, a lo mejor cierta sonrisa condescendiente. Notas como si te hubieses quitado un peso de encima. Qué bien sienta.

El insulto.

El insulto en la historia

No manejo el dato, pero tengo pocas dudas de que las primeras palabras expresadas con claridad por la boca de algo que podemos denominar Homo sapiens serían un insulto. Posiblemente llamando feo a su interlocutor, o por el estilo. Y es que si de aguzar el ingenio y forzar las meninges se trata lo de la falta de respeto es campo insuperable…

Lo podemos constatar desde la antigüedad. La Epopeya de Gilgamesh, la narración épica más ancestral conocida, está trufada de insultos. Insultitos, podríamos decir, cosas como «hediondo» apareciendo aquí y allá para solaz de G. R. R. Martin, imagino (o de Cristina Macía, su traductora, vaya). Brota también, de forma paralela, la mímica para acompañar a estas palabras. Ya desde los textos homéricos se coloca la mano abierta con los dedos muy extendidos y separados entre sí, la palma dirigida directamente a quien se está injuriando. Esto se utiliza aún en Grecia, así que cuidado si están de vacaciones y pretenden pedir cinco copas en un pub, porque pueden salir a hostias…

Como les digo, imprecaciones sin mayor maldad, más allá de desear que te pudras en los infiernos y toda tu parentela perezca. Pero sin calidad rítmica, sin magia. Para eso debemos esperar a los romanos, que eran unos tipos mucho más pragmáticos, y con un estilo decadente casi desde el principio que vuelve loco al amante de lo corrompido. Una civilización que deja plasmado, en los famosos restos de Pompeya, el relieve de un pene rodeado por la leyenda HIC HABITAT FELICITAS («aquí se encuentra la felicidad»). Ya ven, los poetas de los urinarios públicos tienen sus propios clásicos. Pues bien, estos romanos sí que nos legaron ciertas creaciones interesantes en el muy noble arte del insulto. Cosas como planissimus (el que se pasa de plano, de llano… el tonto, vamos), verbero (quien merece azotes como castigo, no como placer) o el muy sonoro furcifer, que designa al ladrón (prueben a repetirlo….furciferfurcifer…se le llena a uno la boca). Además serán los romanos quienes entreguen al mundo un insulto aun hoy muy utilizado, aunque desprovisto de su contexto: pathicus. O cabrón, vaya.

¿Echan de menos los muy eufónicos insultos ibéricos? Pues no deberían porque los hay, y conocidísimos. Tenemos idiotas censados desde el siglo XIII (el insulto, no las personas, que aparecen ya en el principio de los tiempos), tenemos imbéciles desde 1524, zoquetes desde 1655 (aunque dado su origen árabe es probable que el término u otro similar se usase durante toda la Edad Media), tarugos desde 1386, y pendejos desde la época de los Trastámara. Por cierto que con este último ha ocurrido algo desafortunadamente habitual cuando del noble arte del insulto hablamos: se ha perdido su significado original. Porque un pendejo es un pelo que brota del pubis. No me negarán que es una bella forma de faltar al respeto.

Pero hay más, algunos con su explicación y todo. El primer gilipollas de la historia de España, por ejemplo, dicen que fue un ministro de Hacienda, inaugurando a juicio de algunos glosadores una larga relación entre el cargo y la consideración. Esto, quede claro, no lo afirma el autor del texto, ¿eh?, no se me vengan arriba.

Resulta que don Baltasar Gil Imón de la Mota tenía un cierto complejo por sus orígenes humildes. Extraño, quizá, porque pese a eso nuestro Gil había logrado ganarse, entre el siglo XVI y el XVII, la confianza de dos reyes (Felipe III y Felipe IV) y otros tantos validos (el duque de Lerma y el conde-duque de Olivares), ascendiendo en la alta sociedad madrileña hasta puestos tan importantes como los de contador mayor de cuentas o gobernador del Consejo de Hacienda. Pero, ay, no tenía un titulazo de esos de poner en la tarjeta de visita y dejar a todo el mundo boquiabierto. Así que, hombre emprendedor, decidió que iba a emparentar con las altas dignidades vía prole. Dos hijas nada menos, Fabiana y Feliciana (otras fuentes dicen que tres), a quienes buscaba casar con alguien de buen copete, por lo que no perdía oportunidad, fiesta o sarao para exhibirlas como si de preciado trofeo se tratasen. Sucede que, al parecer, las muchachas no eran demasiado agraciadas pero, sobre todo, resultaban algo estólidas, por lo que la insistencia de don Baltasar resultaba ya comidilla y chanza entre los pisaverdes (los pijitos…otro insulto a recuperar) de la Corte. Hasta tal punto que cuando se veía aparecer a padre y herederas por la puerta de los bailes todos cuchicheaban. Por ahí vienen don Gil y sus pollas (una forma despectiva de referirse a las muchachas jóvenes en la época), decían. O, abreviando, por ahí llegan los Gil-y-pollas. Ya ven. De ahí al infinito, que se non è vero è ben trovatto.

Ni siquiera los eclesiásticos se libran de ese gustirrinín que deja en el cuerpo un insulto bien lanzado. Lo que no es de extrañar, ojo, que ya la Biblia recoge todo un reguero de imprecaciones dichas con acierto, y hasta el mismo Jesús, nos cuentan los evangelistas, tenía a veces en los labios un «hipócrita», «serpiente» o «malvado» presto a brotar…

Mi intercambio dialéctico preferido en este campo data del siglo VIII, y tiene como protagonistas a Elipando, un arzobispo de Toledo, y a Beato de Liébana, el monje autor de los «Comentarios al Apocalipsis» que luego serán profusamente copiados, e iluminados, durante toda la Edad Media (de hecho esos tomos serán conocidos como Beatos). Todo muy El nombre de la rosa, para entendernos. Pues bien, estos dos tipos tenían una polémica bastante gorda en torno al año 785 (invierno arriba o abajo) sobre una herejía que se llama adopcionismo y que, básicamente, permitía a Elipando vivir cojonudamente en el Toledo musulmán mientras otros cristianos, entre ellos Beato, chupaban frío y humedad en las tierras del norte. Se hacen una idea. El caso es que el amable intercambio epistolar que se dedicaron los sujetos contiene algunas de las mejores muestras de hostias dialécticas que jamás fueran creadas. Elipando dice de Beato que era un milenarista (al parecer esto era cierto, y Beato convenció a la alta sociedad lebaniega para que esperasen el fin del mundo en un monte durante una especie de fiesta rave que acabó con todos satisfaciendo sus apetitos) y Beato le contesta, cuidado, que Elipando es el cojón del Anticristo. Ojo, el Cojón del Anticristo. Detengámonos en el término y analicémoslo. Luego pensemos dónde se sitúa el tal cojón y las cosas que podrá ver durante toda la eternidad. Escalofriante. Elipando, ni corto ni perezoso, dice de Beato que tiene la boca hedionda y es fetidísimo (lo que en la Edad Media parece poca ofensa, la verdad) y después le llama antifrasto, que es un insulto muy elegante y distinguido, demostrando gran inteligencia y una puntería aguda al dirigirlo a quien lleva por nombre Beato (la antífrasis consiste en afirmar lo contrario de lo que se quiere decir, con lo que nuestro Elipando viene a señalar la ironía de que alguien llamado Beato sea un pecador de la pradera). Todo un arsenal, como ven los lectores, de dialéctica postpatrística y mala leche.

Escribiendo faltas de respeto

Si lo del insulto es género literario de por sí, y a estas alturas nos va quedando bien claro, es menester pensar que quienes mejor lo manejen sean los propios escritores, ¿verdad? Y de entre todos podemos destacar a los gigantes del Siglo de Oro español, no en vano reúnen dos grandes facultades que los hacen gigantescos creadores de ofensas: su maravilloso dominio del lenguaje y su gran condición de hijos de puta resentidos, envidiosos y crueles.

Seguramente el más conocido en estos menesteres sea Quevedo, en quien convivían admirablemente todas las características antes señaladas. A Góngora le llamaba desde bujarrón hasta marrano (por tener sangre sucia, no por cerdo…aunque ya entrados en materia al bueno de don Francisco no creo que le importase el equívoco), además de lo de la nariz (también por lo hebraico) y otras pequeñas minucias más mundanas, como comprar la casa donde vivía para luego desahuciarlo, cual si de un banco cualquiera se tratase. Pero no era el único. El mismo cordobés no dudaba en responderle, tachándolo de ignorante, borracho o cojo (acertaba dos de tres). También solicitó, en una ocasión, las traducciones que hacía Quevedo del griego para leerlas con su ojo ciego (el que es poeta es poeta)… es decir, para limpiarse el culo con ellas (con perdón del copista, aclaramos). También reparte a Lope, de quien dice que es un necio, un zote, un tagarote (el escribano de un notario… coincidirán conmigo en que llamar notario a un poeta es el insulto más grave de todos los recogidos aquí). El Fénix trufa sus comedias con perlitas de todo tipo, desde babieca hasta sandio, pasando por zamacuco, tuturuto, sansirolé, mamacallos (razonen el significado específico de este), tolondro, cipote (ejem) o estólido, que es uno de los que más utilizo en mi vida diaria. Ah, también se mete con alguien llamándole zurdo, para que vean cómo cambia la historia. Y de Cervantes qué decir… leer El Quijote es encontrarse con toda una retahíla de desprecios y repulsas. Claro que, como dice Sancho Panza, «no es deshonra llamar hijo de puta a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle». Un poco lo que hacen hoy algunos, que pasan del «usted» al «qué tal, cabronazo» con (insultante) facilidad.

Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós. Imágenes: Arquivo da Real Academia Galega y autor desconocido (DP).

Luego los grandes escritores tienen ese je ne sais quoi que les hace responder raudos con un insulto certero en momentos de máxima tensión. Porque esa, y no otra, es la mayor muestra de genialidad que se puede exponer. Como aquella vez que Emilia Pardo Bazán se cruzó con Benito Pérez Galdós en una escalera (ambos traían detrás toda una historia que acabó mal, porque menudos dos torrentes, amigos) y le espetó, muy digna, «viejo chocho», a lo que don Benito respondió, con toda su tranquilidad y su cara de billete de mil pesetas, lo mismo pero cambiando el orden de los términos.

Claro que el campeón invicto de los insultos fue un belga catolicote y aburrido que firmaba como Hergé. Vale, en las páginas de los veintitrés álbumes protagonizados por el sosainas de Tintín no hay sexo, no hay muerte (y cuando la hay aparece representada con diablillos naíf), no hay demasiada sangre. Pero insultos…vaya, en eso Hergé mostró tener una enorme inventiva, y una mala uva que se agradece un montón. Ambrosía para los paladares más exigentes, sí, cuando Archibaldo Haddock saca a relucir su muy extenso lenguaje, seguramente aprendido en tabernas (igual hasta en burdeles) de barrios portuarios por medio mundo. Un total de doscientos sesenta y cinco insultos hay censados en las quince aventuras donde aparece Haddock, lo que nos da una maravillosa media de casi dieciocho por libro. Extensa lista que destaca, además, por su originalidad: desde anacoluto hasta grotesco polichinela, pasando por Atila de guardarropía, logaritmo, mujik, Mussolini de carnaval, coloquíntido, zapoteca de truenos y rayos o, mi preferido, bachi-buzuk de los Cárpatos. Ojo, muchos de ellos definen realidades poco o nada ofensivas (un bachi-buzuk, por ejemplo, es un mercenario otomano) con lo que podemos inferir otra de las características principales del insulto: su intención. No importa qué llames al otro, sino hacerlo con el tono correcto.

El Hergé español, al menos en cuanto a los insultos, es sin duda (en pie todos, por favor, y aplaudan con fuerza) Francisco Ibáñez. Sus creaciones están salpicadas de ofensas bien dichas, destacando las descacharrantes últimas viñetas que (casi) siempre muestran a sus personajes persiguiéndose en una orgía de violencia física y verbal que hoy sería sin duda censurada por traumática para los niños. Berzotas, merluzo, alcornoque, botarate, mentecato…a uno se le llena la boca de miel solo con decir esas palabras. Lo mejor, háganme caso, es repasar la obra de este artista genial para disfrutar con la luminosidad de sus insultos.

Delicias endémicas

Si hay algo que une a toda la humanidad, por encima de credos, procedencia o ideologías, es su tendencia natural por insultar a sus semejantes. Lo cual no quita, evidentemente, para que cada cultura tenga sus propias formas de cagarse en los muertos ajenos, muchas veces en base a criterios de carácter geográfico, evolutivo o, simplemente, en atención al capricho del momento.

Existen una serie de bases que pueden resultar intercambiables en todo el mundo. Las palabras, por ejemplo, que se refieren al pene (cazzo), a la vagina (figa) o a la vida pública de la progenitora (figlio di puttana), todos en italiano. También, claro, las maldiciones familiares (el serbio «me cago en todos los de la primera fila de tu funeral» me parece especialmente acertado) o las que te invitan amablemente a irte a ciertos lugares o realizar ciertas actividades (en francés te dicen va te faire mettre y claro, como suena tan bien, te cuesta hasta ofenderte).

Pero después hay toda una caterva de particularidades idiomáticas e incluso regionales que merece la pena destacar. Algunas, de tan repetidas, hasta parecen haber perdido su significado original, como las inglesas asshole o motherfucker, con cuya traducción literal quizá deberíamos solazarnos cada vez que las escuchamos en una serie. Los daneses, ese país con unicornios y contratos únicos, tienen una expresión bastante gráfica que es kors i røven, y que significa literalmente «(que te metan) una cruz por el culo». Ya ven, tanto Kierkegaard para esto. En el educadísimo idioma japonés nos pueden decir kuttabare y nos tenemos que joder, o llamarnos manuke y a lo mejor no lo entendemos, por tontos. Y los habitualmente chiflados rusos también extienden esa extravagante visión del universo a sus imprecaciones, con cosas tan llamativas como yob tvoyu mat (que puede significar, dependiendo del contexto, desde el literal «he besado a tu madre» hasta «vete fuera de mi vista»…ya me dirán la relación) o júy (que lo mismo sirve para hablar del pene que para designar a un imbécil).  

Con el otro lado del Atlántico compartimos el uso del castellano y la mala baba para insultar. Ya hablamos, oh sí, de los pendejos, pero también están los boludos, los perros, los huevones, la chingada, el verraco o el chimpapo. Incluso tenemos gozosas expresiones compuestas, hallazgos felicísimos de nuestro maravilloso idioma que, una vez más, usamos sin tener en cuenta su significado literal. Así, que te manden a la «concha de tu madre» o a comer un «pingo» resulta toda una experiencia. Hay que aplaudir desde aquí el esfuerzo que la conocida serie Narcos ha hecho para dar a conocer por todo el mundo alguna delicatesen verbal como «hijueputa» (hay que decirlo más), «gonorrea» o «sapo». Gracias, mil veces gracias, han enriquecido ustedes profundamente mis cenas de amigos.

También tenemos, por último, diferentes formas de entender las faltas de respeto dependiendo de los lugares de estas dos Españas, una te helará el corazón, donde te estén mandando a esparragar. Así, por ejemplo, si aquí en Cantabria le dicen que es usted un palajustrán sepa que lo llaman liante, que sí, que tiene mala idea, algo parecido a un talingón, o a un venigoso; y si lo tildan de mondregote le están haciendo saber que se lo tiene usted muy creído, pedazo de imbécil. Ah, las mujeres tienen sus insultos propios, claro, por lo de la paridad, y así las rámilas son hembras de mucho genio, las lumias son aquellas (sobre todo niñas) algo sabihondillas y repelentes, y bardaliega será la que gusta de pasar mucho tiempo detrás de los bardales o las zarzas, preferentemente en posición horizontal y acompañada…

En Galicia llamarán parvo al poco espabilado, y será babayu cuando pase a Asturias, babarrión en Cantabria o kaiku al llegar a Euskadi. Al mismo tipo le llamarán ababol en Aragón, faba en Catalunya, borinot en Valencia o penco en Andalucía. Si logra arribar, quién sabe cómo, hasta los pueblos de la montaña palentina se referirán a él como aberado, Por el camino le habrán escupido un bolo en Toledo, un fato en Valladolid y un zurumbático si se cruzó con Pérez-Reverte a la salida de la Real Academia de la Lengua. Al final toda una vuelta a España de lo más entretenida y didáctica. Aunque igual ni se ha dado cuenta, el muy estafermo.

Ya ven, mis queridos gaznápiros, que esta es materia extensa y de mucho solaz, por lo que nos apena especialmente tener que dejarla aquí, recién expuestos los grandes principios de nuestras tesis y apenas avanzada la investigación sobre el terreno. Eso sí, la certeza de haber contribuido a un enriquecimiento de su vocabulario más irrespetuoso es recompensa suficiente para nuestro esfuerzo.

Sean originales en sus reuniones familiares y de amigos. Insulten con creatividad.

De la názora y de otros malos desusos del lenguaje

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Fotografía: Real Academia Española (CC).

Hace unos días descubrí que hay un nombre para esa inmundicia que, agazapada en la leche hervida y con el nombre fraudulento de «nata», sin más, me amargó la infancia: «názora». Si esta palabra no hubiera caído en el olvido, yo hubiera podido rebatirles a mis padres su «no seas repunantiño y tómatela, que es la misma que te comes con las fresas». De saber entonces lo que cuarenta años después sé, hubiera podido explicarles que aquello era názora, y que, si venía especificado como «nata de la leche», sería porque no era la misma nata que la de las fresas.

Que «názora» esté, como matiza la RAE, en desuso, puede deberse a un complot; o bien de los fabricantes de coladores o bien de los padres que querían que asumiéramos que aquella nata era la misma que se le echaba al flan y no una cochinada que envenenaba, si no el organismo, sí el espíritu y las ganas de vivir. Pero ¿qué pasa con otras palabras que estamos dejando desaparecer porque sí, sin que haya poderes fácticos que nos inciten a ello? Entre todos las estamos matando y ellas solas se están muriendo.

No soy yo de los que rinda culto a la concisión (véase mi «Alegato en favor de la explayación»), pero siempre hay que tener a mano conceptos a los que podamos recurrir cuando tenemos prisa. Así, por ejemplo, una sola palabra, «filautía», es lo mismo que «amor propio». «En el quinto coño» o «a tomar por saco» son un patrimonio que, como buenos españoles, debemos proteger, pero hay un «sínsoras», parece ser que usado en Puerto Rico, que podría haber tenido más recorrido como «lugar lejano»; «amidos» condensa un «de mala cara o a la fuerza» y «peñolada» significa «acción de escribir algo corto», idea para la cual abusamos del sentido figurado de «un par de líneas», y el sentido figurado es peligroso en el actual contexto de tiquismiquismo, en el que no sabemos quién nos puede echar en cara la literalidad. Algo similar ocurre con «diuturnidad», muy a mano para dar largas, pues no te mete en el jardín de los datos que comprometen, ya que es un ambiguo «espacio dilatado de tiempo». Es cierto que no acabas antes de decir «nocturnancia» («tiempo de la noche muy entrada») que «las tantas» y que esta supone un menor gasto de energía para los órganos articulatorios, pero la primera triunfa en decoro. Y para el «arroz que queda en el fondo de la olla» tiramos del maravilloso socarrat, pero existe una palabra en castellano, «cocolón», que se usa en Sudamérica y que tiene una segunda acepción que significa «hijo menor de una familia»: el símil entre uno y otro concepto es genial. Este hijo pequeño, conocido hoy en día por «benjamín», tiene otros nombres en nuestro idioma, como «caganidos» o «secaleche», menos honorables. Su desuso, o uso restringido a una zona específica, refleja quizá un aumento de la respetabilidad de este miembro de la familia.

Lo que se entiende peor que el arrinconamiento de estas palabras, que al fin y al cabo han sido sustituidas, o absorbidas, por otras expresiones que dicen lo mismo —y que tienen sílaba más, sílaba menos, y nos quitan milésima más, milésima menos—, es el de las que definían con concisión un concepto y cuyo desuso nos sume en el intricado universo de la perífrasis.

Tontos no somos los hablantes, y el idioma evoluciona con la lógica de la selección natural (del «regatón» hablaremos otro día, quizá en la sección de fenómenos paranormales), teniendo en cuenta, entre otras cosas, el encuentro de lo que supone un menor esfuerzo para el transmisor del mensaje con la mayor posibilidad de comprensión para el receptor. Y, por supuesto, atendiendo a lo que se lleva y a lo que no: hay expresiones o vocablos que dejan de usarse sencillamente porque las realidades a las que aludían se dan cada vez con menos frecuencia. Es lógico que la acepción de «cantarada», «obsequio de un cántaro de vino que los mozos de un pueblo exigían al forastero para dejarle hablar la primera vez por la reja a una joven», vaya desapareciendo. O quiero creer que es lógico, porque la RAE recoge este significado sin matizar que sea p. us o desus., lo cual quiere decir que no hace tanto tiempo que era frecuente. Pero hay otras palabras cuya agonía a mí me cuesta comprender. «Columbrón», por ejemplo, «aquello que alcanza una mirada», además de representar un bonito significado (aunque es verdad que el significante no le hace justicia), daría mucho juego en situaciones en las que queremos decir que no vemos algo, pero nos vemos obligados a explayarnos para justificar si esto ocurre porque no estoy acertado en mi ejercicio de ver, o porque hay obstáculos que pueden ocultar lo que pretendo mirar, o porque lo que se pretende que busque no está en mi… columbrón. El «campo visual» del que solemos tirar en estos casos chirría por pedante, suena a terminología científica.

«Asteísmo», que tampoco es una palabra atractiva, nos vendría al pelo para explicar los malentendidos ocasionado por la «alabanza que se dirige con gracia y delicadeza bajo apariencia de reprensión y vituperio». A los que vivimos en Asia, en donde el doble sentido no siempre se capta como queremos que se capte, si ese término tuviera popularidad, nos daría la forma de justificar con exactitud las tan españolas lisonjas «serás hijo puta», «qué cabronazo eres» o «matarte era poco» que dirigimos a personas que estimamos. ¿Qué tenemos ahora? Un «te estoy insultando de broma» o «te lo decía con cariño», pero no hay manera, o yo la desconozco, de plasmar esta idea en una sola palabra. En el Diccionario del castellano tradicional de César Hernández Alonso y María del Carmen Hoyos Hoyos se recoge el verbo «amecer» —y este sí tiene una pronunciación agradecida— como «pelear o luchar de forma amistosa y a modo de juego». También en esa obra nos encontramos «arrancadera»: «Última copa o trago que se toma con los amigos antes de despedirse». En el RAE no está con esta acepción y hoy expresamos la antigua arrancadera con un «va, la última», al que no se le puede negar sencillez y claridad, pero no deja de ser una maniobra de retórica coloquial. Es, asimismo, una pena que se haya perdido «escurrir» como «salir acompañando a alguien para despedirlo». Esta acción sigue perteneciendo, que yo sepa, a la esfera de lo celebrado (cuántas veces hemos considerado un triunfo haber encontrado la manera de sacar de nuestra casa a los visitantes) y, por lo tanto, deberíamos concederle la naturaleza de palabra única y no de perífrasis. ¿Cómo le dices a tu mujer que ya es hora de que vaya echando a sus padres, que se pasaban por casa porque les pillaba de camino, y ya llevan cuatro horas sentados en el sofá? Un «escúrrelos» es lo suficientemente conciso y la mitad de despótico que un «despáchalos», concepto este que además no incluye la diplomática y considerada noción de «salir acompañando».

«Lechigado» es «acostado en la cama». Con ese matiz —no en el sofá, no en la tumbona, sino en la cama— el «no tocar los cojones» queda claro, pero vete tú a saber por qué misteriosa razón hemos despreciado esa palabra. Y hablando de cojones, la historia del español es un continuo ir y venir de términos que, bien por cuestiones eufemísticas, bien porque es el de la salacidad un campo propicio para experimentar con nuestro salero y chispa naturales, nos ha dejado un legado inabarcable de joyas léxicas: «cirio pascual» para el pene (que es un «capirote echado» cuando pasa por su mejor momento), o basándose en cuestiones onomatopéyicas, «dinguilindón» (me pregunto qué golpearían con el pene, o qué se colgarían en él, para obtener un sonido semejante); «cosquilloso» para los testículos, «bostezo» para la vagina, a la que también se aludía con la ampulosa expresión «honsario do fenecen los mortales». En estos casos, el desuso (del significante, no del significado; toquemos madera) se debe a que la mente humana es un continuo bullir de ideas y analogías en el campo de la libídine, y todas las genialidades no caben, por muchas horas de conversación que dediquemos al tema.

El Principito traducido al idioma de Star Wars

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Imagen: Tintenfass.

El principito, escrito por Antoine de Saint-Exupéry, es el libro más traducido del mundo, solo superado por la Biblia y el Corán. Lo atestigua la Unesco en su base datos Index Translationum, donde registra un total de mil doscientos veinte volúmenes editados con este título en trescientos veintiún idiomas. La cualidad de esta obra para reflejar lo humano de forma universal, que la ha convertido en un clásico de la literatura, justificaría este liderazgo. Pero en realidad no hubiera alcanzado ese primer puesto sin la intermediación del lingüista alemán Walter Sauer, cuya editorial Tintenfass ha realizado ochenta y ocho del total de traducciones, y continúa añadiendo nuevas año tras año.

Walter Sauer es un sabio a la antigua usanza, apasionado por su campo de especialidad, la lengua, y a la vez un idealista que defiende el uso y conservación de lenguajes minoritarios. Su especialización en inglés medio le ha convertido en un profundo conocedor de Los cuentos de Canterbury, escritos en esa versión medieval de la lengua inglesa. En esta reunión de relatos encontramos definidas las características literarias del cuento, análogas a las que aún podemos identificar en clásicos posteriores como los de Perrault y los Hermanos Grimm. Fueron escritos en un lenguaje llano y comprensible por su autor, Geoffrey Chaucer, lo que los hizo muy populares desde su publicación. Sauer ha identificado esa doble sencillez del argumento y la sintaxis como las dos herramientas más útiles para iniciarse en el aprendizaje de cualquier idioma. Y, bajo su personal criterio, no existe libro que mejor recoja estas características en nuestro tiempo que El principito. Es, por tanto, el más idóneo para traducirse a todas las lenguas del mundo.

Con esta intención pedagógica fundó su editorial, que trabaja con apenas una docena de títulos, pero cuyas traducciones suman ya doscientos sesenta y siete volúmenes en su catálogo. En él están incluidas obras de la literatura infantil universal de autores alemanes, como Los cuentos de Hoffman. También Max y Moritz de Wilhelm Busch, uno de los primeros libro-álbumes ilustrados y referencia aún para ilustradores, donde dos hermanos gemelos no paran de hacer divertidas barrabasadas. Tan popular que algunos matrimonios alemanes eligen estos nombres para sus gemelos. También El principito es un libro para niños, aunque haya sido desde su publicación muy popular entre adultos, y por su sintaxis resulta muy asequible al estudiante de una lengua extranjera, tanto si se inicia en ella, como si profundiza en su estudio. Resulta además muy útil a aquellos miembros de comunidades lingüísticas cuyos idiomas se aprenden únicamente de forma oral y en el ámbito doméstico, como el kambaata empleado por medio millón de etíopes, o el dialecto alemán Hunsrücker que se habla en la zona de Río Grande, al sur de Brasil. Las ediciones de Tintenfass ayudan a fijar las normas de transcripción y las reglas sintácticas de estos idiomas, gracias a la colaboración de lingüistas especializados, que suelen hacerlo de forma altruista.  

Esas traducciones a lenguas minoritarias de unas pocas obras han llevado a la prensa de su país a calificar cariñosamente a Sauer de «lunático». Y es cierto que revisando su catálogo hay volúmenes cuyo valor es difícil de entender. Como el que está publicado en inglés pero transcrito con el alfabeto Aurebesh, el sistema de escritura de La guerra de las galaxias. Esta es la grafía de transcripción del «básico galáctico», hablado por gran número de especies humanas y no humanas, y por la mayoría de soldados de asalto imperiales. En el mundo de fantasía de George Lucas, naturalmente. Pregunten si no al próximo Darth Vader que vean paseando por una feria del cómic.

Imagen: Tintenfass.

Pero nos equivocaríamos pensando que Sauer es un excéntrico que se deja arrastrar por su pasión por los idiomas atípicos. También es un hombre capaz de sostener su negocio identificando nichos de mercado, con pequeñas tiradas, apoyándose en la compra online, y en las peticiones de unos cientos de ejemplares que hacen a Tintenfass las instituciones dedicadas a la enseñanza de determinadas lenguas. Como el código morse. Para quien no lo recuerde, este es un alfabeto donde las letras son sustituidas por conjuntos de punto y raya. Un conocimiento muy necesario hace más de un siglo, cuando el telégrafo era un medio de comunicación tan fundamental como internet lo es hoy. Y que fue empleado además en las contiendas bélicas traducido a señales luminosas de largo —raya— y corto —punto—, para comunicarse a distancia. Lo mismo que en los primeros submarinos. Tintenfass cuenta también con su Principito en morse, para quien quiera habituarse a su uso, concretamente «•−•• • / •−−• • − •• − / •−−• •−• •• −• −•−• •». Si están preguntándose por qué ven tres palabras en lugar de dos, se debe al idioma en que se ha transcrito el morse, el francés original con el título Le Petit Prince.

La existencia de este par de extravagantes traducciones se comprende mejor si aclaramos que existen en todo el mundo coleccionistas orgullosos que atesoran cuantas ediciones de El principito se publican. La mayoría de ellos no podrán leerlas jamás, pero su mera posesión les produce un placer indescriptible. El caso más significativo y metódico es del Jean-Marc Probst, un coleccionista que ha creado una fundación para este fin, y que acumula ya cuatro mil seiscientas noventa ediciones de este libro, además de otros documentos relacionados. Su objetivo es conservar y difundir la obra de Saint-Exupéry relacionada con este título. En un grado menor de apasionamiento por El principito, pero mayor por su propia afición, están los seguidores de Star Wars, los practicantes del idioma élfico de El señor de los anillos, que cuentan con sus propias gramáticas, y los que aprenden el idioma klingon de Star Trek. La editorial de Sauer aún no ha proporcionado su título a los últimos dos colectivos, pero no descarta hacerlo en el futuro. Porque si en algo coinciden esos adorables frikis es en comprar cualquier cosa que esté escrita en esos lenguajes imaginados. Además de en los fantásticos disfraces que pasean por los grandes eventos del cómic.

Para ser justos, hay que aclarar que han sido los hijos de Walter Sauer los que han incorporado a Tintenfass estas versiones más lúdicas de El principito, mientras que él mismo permanece fiel a las ediciones útiles para el ámbito académico. La más significativa es la edición bilingüe en francés y jeroglífico clásico. Sí, el idioma esculpido en piedra en las tumbas de los faraones y pintado en las cámaras funerarias de las pirámides. Además de su rareza, es un homenaje a Jean-François Champollion, quien consiguió descifrar la escritura jeroglífica gracias al estudio de la piedra Rosetta. Quien desee dominar la lengua de los escribas faraónicos puede usar el libro de Saint-Exupéry, cumpliendo así la intención original de la editorial, proporcionar libros que faciliten el aprendizaje y difusión de idiomas minoritarios. O, en este caso, desaparecidos. Los apasionados por las lenguas antiguas encontrarán otros como el ladino —El princhipiko—, idioma que aún hablan los judíos sefarditas repartidos por el mundo; o el sánscrito —Kaniyaan RaajakumaaraH—, hoy lengua litúrgica del hinduismo, jainismo y budismo.

El idioma español no ha sido ajeno tampoco a las iniciativas de Tintenfass, una de cuyas realizaciones más recientes se ha concretado en Er Prinzipito. Prueben, por favor, a leer en voz alta, la siguiente frase: «¡A! Ehtoi rezién dihpertá… Le pío ke me perdone… Otabía ehtoi to dehpeluhná…». Esto es idioma «andalú», o andaluz si lo prefieren, y se traduce así: «Ah, me acabo de despertar… le pido que me perdone… todavía estoy toda despeinada». Antes de enarbolar las hachas de guerra para defender que la forma de hablar de los andaluces no es una lengua, recuerden el ideal que guía a Walter Sauer. Cualquier medio lingüístico de expresión humana es relevante, y respetable culturalmente.

Precisamente eso es lo que defienden para sí mismos en Z. E. A., «Zociedá pal Ehtudio´el Andalú», una de esas asociaciones capaces de llamar la atención de Sauer. El lingüista se puso en contacto con ellos para solicitar un traductor pro-bono, que realizara la traslación al andaluz de forma gratuita. Después de algunas dudas, el trabajo lo aceptó Huan Porrah Blanco, doctor en Antropología Social, licenciado en Filosofía, y miembro numerario de Z. E. A. Entendiendo que así colaboraba en la promoción de una lengua cuyo pleno derecho como idioma defiende. Aunque otros lingüistas consideren que no es más que un dialecto regional del español. En opinión de Porrah Blanco, el lenguaje sencillo de Le Petit Prince y su contenido sobre facetas de la condición humana universalmente compartidas por todas las culturas lo convierte en una obra idónea para traducirse a todos los idiomas. En cuanto al andaluz en sí mismo, el traductor defiende que presenta una infinidad de hablas, las cuales son parte de su riqueza, y que su versión corresponde al dialecto de la Algarbía, que él mismo aprendió en su ámbito familiar y social. No vería mal que otros se animaran a trasladarlo a diferentes variedades dialectales andaluzas.

Pero qué utilidad puede tener un libro como Er Prinzipito, entendido como manual para enseñar andaluz, si es una lengua que se aprende en el ámbito doméstico. Esta fue una de las preguntas que Porrah Blanco tuvo la amabilidad de contestarme, haciendo la reflexión personal de que no debe restringirse el andaluz a un acento, ni negarle su condición lingüística como si fuera un castellano mal hablado, que es lo que se hace oficialmente desde el Estado español y la Junta de Andalucía. Esa percepción hará que los niños lo eviten, pues expresarse en correcto español será una forma de mostrar su buena educación, y hará que releguen su lengua al olvido. Si lo consideramos desde ese punto de vista, Er Prinzipito cumple con los principios que Sauer persigue en todo el mundo, preservar las expresiones idiomáticas. El lingüista alemán, fiel a sus ideales, acudió a la presentación de este libro, realizada en la sede de Z. E. A.

Que la publicación de Er Prinzipito suscitara polémica, o que incluso fuera calificada de estupidez, demuestra que la eterna discusión entre qué es dialecto y qué idioma resulta tan universal como los valores humanos contenidos en el libro de Saint-Exupéry. En otro rincón del mundo, la República de Mauricio, país al oriente de Madagascar, la polémica la abandera Zistwar Ti-Prens, título en morisyen, o criollo mauritano. Esta lengua criolla hablada por los esclavos tiene una base francesa sobre la que se han hecho incorporaciones del inglés y el portugués. Hoy es el idioma doméstico de muchos mauricianos, pero no ha sido reconocido como lengua oficial. Y eso es, en opinión de Dev Virahsawmy, traductor de El principito para Tintenfass, una barbaridad. Porque muchos niños no son capaces de tener buen rendimiento escolar en inglés, idioma usado para la enseñanza, pero mejoran notablemente si se les educa en criollo. No es solo su visión, sino la defendida por el MMM, Movimiento Militante Mauriciano, segunda fuerza política en el Parlamento de su país, y partido al que perteneció en el pasado. Virahsawmy es además lingüista, escritor, y autor de obras de teatro, poesía, novelas y ensayos, todas ellas en criollo mauritano. Dado que se trata de un idioma que no tenía versión escrita, ha sido él quien más ha contribuido a proporcionarle su forma léxica, ortográfica, e incluso a fijar su sintaxis. Y con la versión traducida de El principito da un paso más en su reconocimiento.

Pero no todas las iniciativas de Tintenfass suscitan polémica, y el trabajo sostenido de Walter Sauer ha logrado llamar la atención de importantes instituciones dedicadas al estudio de las lenguas. Compartiendo una idea común, recientemente han tomado la decisión de contribuir a su iniciativa de traducir El principito, entendiendo que no solo sirve para difundir el conocimiento de los idiomas, sino para establecer puentes entre culturas. Tal ha sido el caso en la reciente publicación de Ndoomu Buur Si, el volumen en idioma wólof. Hablado en Senegal y Gambia, esta traducción es fruto del trabajo conjunto entre el IFEF, Instituto Francófono para la Educación, la Organización Internacional para la Francofonía, la fundación de Jean-Marc Probst —a la que se hizo alusión más arriba— y la República de Senegal. Su traductor, Nicolas Quint, es director de investigación en lingüística africana. El wólof no es el primero de los idiomas africanos en que Tintenfass publica El principito, que también ha aparecido en kinyarwanda, lengua bantú, o koalib, de la familia lingüística Níger-Congo. Pero puede considerarse el cierre de un círculo en torno a la principal obra de Saint-Exupéry.

Y es que El principito existe gracias a un habitante del desierto. Un hombre capaz de orientarse en sus arenas, un beduino que hablaba nafusi, lengua bereber. Él halló a Saint-Exupéry y a su compañero de vuelo cuando llevaban cuatro días en mitad del Sáhara, ya prácticamente deshidratados y al borde de la muerte. Era el 3 de enero de 1936, y el escritor usaría esa experiencia para escribir su novela Tierra de hombres, publicada tres años más tarde. El pequeño príncipe llegaría casi una década después, como síntesis de la pasión que el autor sentía por el desierto. Ese lugar cuya belleza, según él, radicaba en sus pozos de agua escondidos. El principito encadena dos narraciones, la del piloto que trata de reparar su avión en mitad de las dunas de arena, y la de esa aparición improbable, ese príncipe llegado de un remoto planeta. Es una historia llena de lirismo, pero también un cuento de iniciación en el camino de la niñez a la vida adulta. El argumento que está en la mayoría de mitos y cuentos ancestrales contados por el hombre. Una historia universal que admite su traducción a cualquier idioma. Y es que, sin importar cuál haya adquirido un determinado grupo humano para expresarse, hallará que la historia de Saint-Exupéry les habla a ellos, por encima de diferencias idiomáticas y culturales. Da igual que sea leído en una aldea masái, o en una reunión de locos por La guerra de las galaxias. El texto y los dibujos de aquel aviador que se perdió en el mar siguen hablando, sin distinción, al corazón de cada uno de nosotros, recordándonos, por encima de todas las diferencias en nuestra habla, color de piel o creencias, que somos una misma especie.

Vacas rojas en montañas azules y olas verdes

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País Vasco, 2011. Fotografía: Andia / Getty.

Sabemos que los colores no existen, pero son más que una ilusión.

Amets solía escuchar a su abuelo Joxemiel decir que aquellos burros, los de su caserío de Goizueta (Navarra), eran azules.

—Son grises, aitona; azul es el cielo, no los burros.

Pero Joxemiel —pronúnciese Joshémiel— estaba completamente seguro de lo que decía, aunque tuviera que defenderlo ante su nieto cada fin de semana.

De vuelta a la ikastola, el pequeño se armó con una caja de ceras Manley para intentar comprender las maravillas que obraba la lisérgica retina de su abuelo. Por supuesto, pintó burros azules, y también vacas rojas, del mismo color que la tierra recién sembrada. Esa que jamás debían pisar los animales.

Naroa, la chavala de prácticas en segundo de primaria, le dijo que era bonito, pero que se había equivocado con los colores. El crío era aún muy pequeño para entender lo de los caprichos de la luz sobre todo lo tangible. Por su parte, la maestra aspirante desconocía por completo que aquel dibujo infantil representaba una percepción cromática tan antigua como su lengua. O quizá más.

Aunque se trate de tres personajes ficticios, la fábula nos sirve para explicar este embrollo: tanto para Amets como para Naroa, la palabra urdin es el equivalente exacto al ‘azul’ del castellano, mientras que para Joxemiel es algo grisáceo, como un burro, o el frondoso vellón de una oveja latxa bajo otro chaparrón del Cantábrico. Salvando las distancias entre generaciones, lo cierto es que los restos de esta percepción indígena del color anterior a la de los siete colores del espectro cromático de Newton sobrevive en la lengua cotidiana: cuando el pelo encanece se le dice urdin de forma natural, y sin que el hablante piense en Lucía Bosé; harriurdin es la piedra de conglomerado, así como un topónimo recurrente. Si necesitan más pruebas, busquen gibelurdin en Google y verán que la seta en cuestión es gris. En cuanto a gorri, «rojo», es el color que se asigna a las vacas que vemos marrones, o a la tierra. También esta gorringo, que es como se llama a la yema del huevo, lo que sugiere que el tono naranja se incluía en el mismo paquete.

Puede parecer un tema banal, pero no cuando recordamos que la lengua vasca es la única superviviente de la Europa más antigua. Es cierto, iberos o etruscos dejaron tras de sí una lengua escrita; una visión del mundo cuyos restos se exponen en vitrinas, pero que seguimos sin poder descifrar. Sin embargo, el vasco estuvo a punto de desaparecer durante la romanización de la península ibérica, pero sobrevivió otros dos mil años más. Y más de uno ha investigado sobre la singularidad de sus colores.

Para estudiosos del tema como Patziku Perurena, también de Goizueta como Joxemiel pero ya de carne y hueso, la dicotomía blanco/negro entendida como positivo/negativo fue algo que trajeron los indoeuropeos, de los que proceden la mayoría de las lenguas habladas hoy en el continente. En la mitología vasca, recuerda Perurena, el negro tiene connotaciones positivas, mientras que es gorri, ‘rojo’, el que adquiere sentido negativo. Gorriak ikusi sería el equivalente a ‘pasarlas canutas’, y negu gorri es como se etiqueta un invierno tan crudo como el que estamos pasando.

No hay color

Beinza-Labayen, País Vasco. Fotografía: Tim Graham / Getty.

El lingüista Joseba Sarrionandia, a la vez uno de los escritores más prolíficos en lengua vasca, llegó a decir que los vascos «nunca han amado los colores»; una aseveración tan categórica que se vería reforzada por la ausencia de un término para designar al color verde en un lugar donde este es hegemónico. En su día se optó por orlegi, un neologismo del siglo XIX que no llegó a cuajar, y hoy se soluciona el tema con un facilón berde.

En su libro Euskaldunen kolore-unibertsoa (Elkar, XXX), Txema Preciado y Alfonso Mtz. Lizarduikoa llegan a la conclusión de que no hay una palabra para «verde» en vasco porque nunca hubo necesidad de la misma; o, lo que es lo mismo, no había aperos, ni animales, ni niños, ni actividades de ese color. Lo más parecido serían formas como hezea, ‘húmedo’, ondugabea, ‘no maduro’…

La tesis es sostenida por Rudolf Arnheim, psicólogo alemán referencial en el tema de la percepción visual, para quien resulta posible que una cultura posea muchas palabras para designar diferencias sutiles en los colores del ganado, pero ninguna para distinguir el azul del verde.

«Me quedo aquí, entre olas verdes y montañas azules», escribe el poeta Kirmen Uribe, aunque la confusión quizá no fuera exclusiva del Cantábrico oriental. Y es que el azul brilla por su ausencia entre las doscientas ocho descripciones de colores registradas en la Ilíada. El verde aparece, pero Homero lo utiliza cuando se refiere a la miel. Algo no encaja.

Sabemos que los matices del espectro cromático se multiplican a medida que aparecen nuevos tintes, sobre todo a partir del siglo xix. No obstante, hay expertos que apuntan a que las supuestas dificultades de los antiguos para distinguir los colores obedecerían a razones puramente fisiológicas. Así, la capacidad perceptiva se habría desarrollado con el paso de los siglos, y siempre gracias a la exposición a una gama cada vez más rica de colores.

Mencionábamos la ausencia de un vocablo original vasco para ‘verde’, pero no podemos pasar por alto que el mismo concepto de ‘color’, kolore, también carece de una forma propia en la lengua de Amets y Joxemiel.

¿Acaso sabían los vascos que no es más que una ilusión que se desvanece cuando cae la noche? Probablemente no, pero volvamos a recurrir a nuestros personajes ficticios: observen cómo Amets apunta a un cielo extrañamente despejado para Goizueta al que llama zeru urdina, que no es más que un calco del ‘cielo azul’ castellano. El viejo, sin embargo, siempre lo llamó oskarbi —del personaje mitológico Ortzi más garbi, ‘limpio’.

Joxemiel probablemente desconozca la etimología, o por qué los fenómenos atmosféricos no se expresan de forma impersonal en vasco: no se dice llueve, o nieva, sino que es alguien, Ortzi, o quien sea, el que lo provoca, tormentas eléctricas incluidas.

Hablábamos antes de las difuntas lenguas ibérica y etrusca, y de una visión del mundo congelada en vitrinas. No busquen en ellas textos vascos porque no los hay, pero escuchen la conversación más trivial entre un niño y su abuelo. Esa sí les dará las pistas.

País Vasco, 2011. Fotografía: Andia / Getty.

Dejad paso, pedantes

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Si de manera general resulta una verdad tan triste como incontestable aquella frase atribuida a Jean-Paul Sartre de «el infierno son los otros», cuando hablamos de la profesión de escritor, el infierno son los pedantes. Esos tipos que cuando leen un artículo, en lugar de saborear su discurso o ponderar el contenido, esperan el desliz en una preposición, el resbalón en un dato o el crimen atroz de una palabra mal escogida que les permita soltar bilis en un comentario. La clase de persona que señala a un periodista (caso real) por emplear mal la palabra diezmar para referirse a una matanza en una población, puesto que eso equivaldría a «uno de cada diez», y según sus cuentas ese pueblo en guerra no ha perdido más que uno de cada cien. En un número del New Yorker tuvieron que matizar la afirmación de un escritor de que una empresa «estaba haciendo facturas treinta y cinco horas al día» porque alguien les recordó que el día, efectivamente, solamente tiene veinticuatro. En una nota educada (demasiado educada para mi gusto) los editores explicaron que se trataba de una exageración expresiva.

Imagínense lo ridículo que resultaría que alguien en un museo dijese que no le gusta Matisse porque se sale de las líneas al colorear, algo que ya se aprende desde la guardería. Pues sí: Matisse, en sus cuadros, hacía que el color viajara más allá de los trazos. Pero eso es algo tan cierto como irrelevante. Igual de irrelevante que calcular en la soledad cáustica del escritorio si los ataques de los que el escritor habla realmente están diezmando a la población. El lenguaje está para estirarlo, retorcerlo, adaptarlo. Y trabajar con él de la manera más expresiva y poderosa que se pueda, sin miedo a que una policía de la gramática te asalte en cada texto.

La primera vez que oí la expresión grammar nazi para referirse a esos individuos que andan a la caza de los errores de los demás casi me muero de risa, entre otras cosas porque yo, como tantos compañeros de profesión, sufría sus actos en silencio sin tener una etiqueta para ello. Los franceses dicen que cuando encuentras un nombre para designar un problema ya casi está resuelto. Y llevan mucha razón. Escriba usted un artículo con pretensión literaria y con un poco de (mala) suerte le leerán más nazis gramaticales que lectores casuales e inocentes.

En Inglaterra, tierra en la que por alguna razón florecen antes que en ninguna otra parte los tics del género humano, de un tiempo a esta parte ha aparecido una especie de Banksy de la puntuación. Un individuo (o individua) que pierde sus noches corrigiendo apóstrofes, guiones y deslices ortográficos en vallas publicitarias, paneles indicativos y signos de cualquier tipo. Son muchas las mañanas en las que la ciudad amanece con una apreciación en forma de trazo de rotulador de este Robin Hood léxico. Lo único que no le convierte en un grammar nazi, para ser justos con este corrector espontáneo, es que no parece alimentar su ego más que de manera privada, ya que jamás se ha dado a conocer y no ridiculiza a nadie, puesto que los textos que corrige en principio son anónimos.

Una de las características fundamentales del pedante es que sus correcciones a los demás surgen de un sentimiento de superioridad y una premisa radicalmente soberbia, sumergido en el pensamiento de «si yo no señalo este error, ¿cómo va la gente a aprender?». El ego del corrector actúa cuando corrige, porque la lógica que entra en funcionamiento es: «Si soy capaz de encontrar un error en alguien que escribe bien, eso significa que yo podría hacerlo aún mejor». Pues la premisa es falsa. Una ilusión. Encontrar errores, si se tiene la formación adecuada, es relativamente sencillo. Pero escribir bien, como sabe todo el que lo haya intentado de verdad, es condenadamente difícil. Pruritos culturales aparte, la situación es muy similar a la del espectador de un partido de fútbol que, ante el error de un jugador profesional, se convence de que él, el individuo que está hundido en el sofá, habría lanzado ese penalti mucho mejor.

Una de esas universidades americanas que parecen haber analizado todo en todas partes envió una serie de mensajes con errores tipográficos, ortográficos y/o gramaticales a un grupo variado de lectores, para estudiar sus reacciones a las faltas de los demás. Llegaron a la conclusión de que las personas introvertidas son menos condescendientes con los errores que las extrovertidas, que tendieron a pasar por alto los errores. También concluyeron que las mujeres apenas corrigen los deslices expresivos de los demás, algo que ya intuíamos: son menos propensas a enzarzarse en batallas de egos. Reconocieron cierto sentido de pertenencia al grupo por parte de los pedantes: los grammar nazis se aplauden entre ellos, alentándose a destrozar la presa. Cuando uno de ellos encuentra que el «escritor probablemente quería decir la misma arma en lugar de el mismo arma», el resto de la horda corre al teclado a reafirmar a su compañero y hacer sangre del hecho. Los editores casuales y no profesionales de Wikipedia han llegado a ser el ejemplo más notorio de esta tendencia. Alguno de ellos ha alcanzado cierta fama en el oficio altruista (no confundir con el editor profesional, que debe ser un águila de la corrección) de destripar los textos de otros. Así ha llegado a conocerse el nombre de Bryan Henderson, el más implacable de todos, quien afirma haber dedicado ocho años de su vida a investigar en Wikipedia el uso incorrecto de la expresión «comprised of». Alarmante.

La pregunta del millón en esto de la pedantería es si, cuando se reprenden públicamente errores en un texto, se está corrigiendo la frase o a la persona que lo ha escrito. Si han asistido a congresos, seminarios o conferencias, habrán comprobado que no resulta difícil toparse con un espécimen que, al final de las disertaciones, levanta la mano para hacer una pregunta en la que no busca ahondar en información alguna sino poner al conferenciante en un aprieto a partir de tal o cual afirmación. Estos preguntadores incómodos son especialmente odiosos cuando se ceban con investigadores jóvenes e inexpertos, que muchas veces llevan al congreso una primera comunicación cogida con alfileres que, por supuesto, tiene sus lagunas, pero que merecen la condescendencia del respeto a la juventud. Nada de eso ocurre: ahí está el pedante para intentar frenarles la vocación.  

Los foros abiertos de internet son las condiciones ideales para que estos fetichistas de las preposiciones proliferen y se diviertan. Artículos con comentarios: el hábitat ideal. Los comentarios en internet se habilitaron para mantener viva la célebre cita de apertura de la gran novela de Kennedy Toole (salida de la mente ácida de Jonathan Swift): «Cuando aparece un gran genio en el mundo se le puede reconocer por esta señal: todos los necios se conjuran contra él». Si no encuentra usted la elección de vocabulario de este autor suficientemente precisa, pues sencillamente no le lea. Pero cállese.

Si las revistas culturales con comentarios son el cielo de los pedantes, porque les ofrecen la materia óptima contra la que descargar sus golpes, en las redes sociales han encontrado su infierno. Plataformas como Facebook, Twitter y no digamos Whatsapp son una especie de armagedón para puristas de la lengua: un espacio en el que la gente escribe lo peor que sabe, sin acordarse de qué es esa práctica llamada puntuación y en la que se reproducen hasta el infinito errores ortográficos del tamaño de África. Una fábrica constante de la gilipollez expresiva contra la que resulta imposible luchar.

La cuestión de los pedantes públicos es aún más bochornosa cuando no se limitan a señalar las faltas de escritores de pequeño o mediano recorrido, sino que se atreven con los grandes. Por supuesto que se pueden encontrar errores en Cela, en Baroja, en Galdós o en Benet. Pero es ridículo señalarlo. Pedante. Francisco Umbral era una ametralladora de laísmos, dequeísmos y tics gramaticales de todo tipo. Pero también uno de los mejores escritores en español del siglo XX. Señalar el error en una preposición a Luis Landero es como afear a Van Gogh que una línea está torcida. Por supuesto que está torcida. Sublimemente torcida, igual que las frases del genio Umbral. Los buenos escritores pueden hacer lo que quieran con el lenguaje, igual que un pintor puede pintar como guste, y ahí está usted para comprar o no la obra, pero calladito.

Existe una subespecie entre los grammar nazis que daría para otro artículo: los especialistas en encontrar anacronismos e imprecisiones en las novelas históricas. La clase de persona que, cuando una novela histórica alcanza cierto éxito, la revisan de arriba abajo con la esperanza de ser el primero en señalar en el foro adecuado que no había naranjas en Cádiz en tal fecha, como el escritor afirma en su novela, o que en el medievo los cerdos no eran rosados sino negros, de manera que la descripción de la página 256 de tal libro no es fiel a la realidad histórica. A esos cazadores de microanacronismos en las novelas históricas les condeno a la pena de escribir en un tiempo inferior a dos años una novela histórica decente (no ya excelente, como algunas de las que critican). Si cumplen la condena, comprobarán que después del esfuerzo titánico que supone escribir un texto así se asume que los cerdos del vecino son del color que él diga. Los buenos escritores (y en novela histórica, en nuestro país, ahora mismo los hay muy buenos) necesitan reverencias y admiración por su trabajo, en lugar de precisiones rigoristas, porque conseguir novelas de ese interés y estilo en el apretado corsé de la historia no es trabajo fácil.  

Se me ocurren muchos, variados e imaginativos castigos para pedantes y grammar nazis, pero optaré por el más civilizado: condenarles a la obligación de escribir un artículo o novela de una calidad al menos aproximada a la última obra que se atrevieron a criticar desde su cómodo sillón de pedante sabelotodo. Este es mi consejo final a esa legión perversa de grammar nazis: hágase escritor o editor. Dedíquese a escribir de verdad, muchas horas a la semana. Entonces sí que se pasará el día entero corrigiendo textos y llegará a entender que hasta los ángeles se equivocan.


Mind the gap!

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Martello Tower, Sandycove. Foto: moppet65535 (CC).

El tren de Dublín a Sandycove, donde se halla una de esas llamadas torres Martello erigidas en las costas de Irlanda y otros puntos del Imperio británico como defensa ante las invasiones napoleónicas, inmortalizada por Joyce en su Ulises y hoy convertida en museo del escritor, se va abriendo paso a duras penas entre el mar y las cortinas de helechos que cubren los terraplenes. Su traqueteo soñoliento transcurre acompasado por un mantra que los altavoces repiten machaconamente a la llegada a cada pequeña estación: mind the gap, mind the gap. Podría traducirse como «cuidado con el hueco»; claramente, se refiere al espacio muerto entre el bordillo del andén y el escalón de subida, que puede jugar una mala pasada al viajero más pendiente de sus bultos y maletas en el momento de subir a bordo que de dónde pone el pie.

Sin embargo, en esa atmósfera recogida del vagón (mañana luminosa de junio, el mar tras el cristal, y un traqueteo propio de otro tiempo, tan común en esos trenes decimonónicos que parecen tentar, cada vez, las costuras que les abren paso por parajes casi imposibles), quien esto escribe no puede evitar prestar más atención de la debida, sin duda, a tan inocente advertencia: «cuidado con el hueco». Un hueco que, tal como lo percibe, siempre ha estado y siempre estará ahí en sus variadas manifestaciones: entre las palabras y las cosas, entre lo vivido y lo rememorado, entre lo anticipadamente imaginado y lo experimentado. Un hueco que, en esta ocasión, se convierte en la metáfora de un breve viaje a la capital de Irlanda.

Escribía la viajera antes de subirse a ese tren: «Es curioso cómo, después de caminar por lo que primero has identificado en el plano, vuelves a ello de distinta manera, incluso aunque no lo hayas recorrido todo. Pero ya tienes suficientes referencias reales como para conocer las distancias y anticipar con mucha más precisión lo que podrías encontrar ahí. Para alguien con tan poco sentido de la orientación como yo, “leer” un mapa es como leer un texto de ficción: no es ininteligible ni mucho menos, pero la imaginación se forma una idea de las cosas que más tarde la realidad modula, perfila, a veces contradice por completo. Y está bien que así sea. Porque cuando después volvemos al plano, no nos sentimos defraudados por el espacio abierto entre lo que creíamos que sería y lo que es: no hay desilusión, sino mutuo enriquecimiento. Las calles pisadas en la realidad llevan desde el primer momento la impronta de lo imaginado, por incongruente que sea la asociación. Y en ese momento, volver al plano es regresar a un texto mucho más claro, pero que no ha perdido del todo su naturaleza ficticia».

Desde este punto de vista, las ciudades aún no distorsionadas del todo por las invasiones del turismo masivo (afortunadamente, Dublín no lo está, salvo en hitos muy concretos), cumplen con creces su función de punto de encuentro entre el lugar imaginado y el real. Con indiferencia de que su urbanismo sea más o menos armonioso, y sobre todo si se pasea por ellas en soledad, es posible apurar lo que Octavio Paz (compañero de viaje con su Mono gramático en esta ocasión) llamaba la diafanidad: «Un estar indiferente más allá de la hermosura y la fealdad, sentido y sinsentido». Un estar que incorpora sin estridencia lo que anticipábamos y lo que pisamos, así como, por supuesto, toda referencia anterior en forma de novelas, películas o datos históricos. Referencias que, lo mismo que el plano, y por mucho realismo que pretendan contener, constituyen el equipaje pre y postfigurado de nuestra experiencia.

Pero hay más, mucho más implícito en este asunto, piensa quien va en ese tren, recordando su paseo del día anterior por las orillas del Liffey (otro hueco, tanto en el plano como en la realidad, que divide a la ciudad en dos). Por diversas razones, pero sobre todo por propia voluntad, esta viajera cada vez lo es menos. Así que cuando por fin se decide a emprender viaje, este todavía guarda intacto el aire de sorpresa que se convierte en rutina para aquellos que cada semana circulan por un aeropuerto distinto, que en el fondo siempre es el mismo. Sea por eso, o simplemente por el hecho de «ir teniendo una edad», el caso es que cada vez le cuesta más consignar en su cuaderno las emociones del día (y en este viaje las ha habido, y muchas) mientras aún están calientes, como barras de pan recién compradas que apenas podemos tocar a través del papel, de camino a casa, aun teniendo unas ganas locas de arrancar el currusco y metérnoslo en la boca. Días después, cuando ya le es posible acercarse a lo vivido sin esa premura del presente, lo vivido ya es distinto de lo rememorado (precisamente porque ya no es, sino que fue); y en medio se ha creado, cómo no, un hueco: la conciencia de una vivencia que permite que esta no se nos escape pero que, a la vez, la convierte en otra. Por eso mismo, el viaje no habitual nos transforma temporalmente en los niños que éramos cuando nos hallábamos en el centro del acontecer sin ser conscientes de ello. Por eso mismo, cuando el viaje no habitual termina, y a pesar de (o gracias a) el hueco generado, su recuerdo nos sabe a pan aún caliente.

De modo similar a como el hueco entre el ayer recordado y el hoy desde el que recordamos es a la vez separación y reunión, escribe Paz sobre el lenguaje que este es «la consecuencia (o la causa) de nuestro destierro del universo, significa la distancia entre las cosas y nosotros. También es nuestro recurso contra esa distancia. Si cesase el exilio, cesaría el lenguaje». La distancia entre la realidad y el precario uso que hacemos del signo lingüístico para nombrarla se desdobla en múltiples capas cuando pisamos un espacio en el que hablan otras lenguas. Por un lado, el hecho de saber inglés crea en la viajera la «ficción» de poder salvar ese hueco, de entender y hacerse entender. Por otro, el bilingüismo patente en la cartelería del lugar (inglés e irlandés) le recuerda lo cerca que está, como siempre ha estado, del «exilio».

Trinity College. Foto: Bob Vonderau (CC).

Quizá por eso las sirenas que con más ahínco la han perseguido en este viaje la llevaron hasta la orilla del Centro de Traducción Literaria del Trinity College, un bello edificio georgiano de tres plantas sito en la calle Fenian de elocuente nombre, donde conviven a su vez tres organismos: la Escuela de Lenguas, Literaturas y Estudios Culturales del Trinity College Dublin, la editorial especializada en traducción Dalkey Archive Press y el centro para la promoción de las lenguas autóctonas Literature Ireland. Sus entusiastas y amabilísimos responsables (James, Eithne, Sinéad, Katrin) le enseñaron el lugar y, entre otros regalos, le obsequiaron con un cuadernillo que contiene la traducción a veintiuna lenguas, las de los integrantes del máster en traducción literaria que ofrece el centro, del poema del siglo VII escrito en irlandés antiguo «Pangur Bán».

Al leer la versión española del poema sobrecoge comprobar cómo el hueco entre el mundo del siglo VII y el nuestro se empequeñece: Pangur Bán es un gato, y su dueño, un monje trabajando en sus manuscritos, describe en paralelo y en el mismo orden de importancia la labor de ambos: uno persigue a los ratones, el otro persigue el conocimiento. Pero es que, a su vez, leyendo las versiones del poema en las diferentes lenguas que la viajera puede llegar a comprender (español, inglés, portugués, catalán, italiano, alemán, francés), e imaginando el contenido de aquellas que no entiende (turco, holandés, estonio, sueco, checo, gáelico escocés, danés, húngaro, finés, rumano, lituano, polaco, noruego y ruso), sobrecogen aún más todavía las diferentes opciones de cada traductor y las posibilidades ofrecidas por cada lengua para un poema que, en cada ocasión, es el mismo y distinto. Esta vez, atender a ese «mind de gap» que se comprime y expande a capricho y sin previo aviso conlleva el serio peligro de marearse y desmayarse allí mismo, en el andén de las palabras.

Mas no termina aquí todo. Tomando parte en unas jornadas de literatura infantil, la viajera tuvo la oportunidad de entrar, junto con el resto de asistentes, en una sala aneja a la célebre biblioteca del Trinity College y tener entre las manos (con mucho cuidado, en torno a una larga mesa y sobre atriles de gomaespuma) primeras ediciones, en inglés y en gaélico, de libros como Alicia en el País de las Maravillas. Ediciones que contradicen esa imagen ya icónica de la Alicia de Disney y que nos la devuelven, por ejemplo en un libro de los años veinte, con un peinado à la mode. Para no ser excesivamente bibliófila ni mitómana, la viajera se encontró de nuevo atrapada en el vértigo del hueco, cayendo como la propia Alicia por ese túnel indefinible del espacio/tiempo que, siempre que salimos de nuestro entorno habitual, hace de las suyas. Sin duda, los traviesos duendes irlandeses, los leprechauns, todavía pululan por ahí, más allá de las omnipresentes tiendas de recuerdos en las que los venden, tan inofensivos, en forma de lápices, llaveros o abridores.

Pero es que hay más, más abismos aún: otro día la viajera decidió visitar la biblioteca de nuevo por su cuenta, a la hora de abrir para no toparse con colas y aglomeraciones, y visitar la exposición del famoso Libro de Kells, orgullo de la historia de los manuscritos iluminados medievales. En este caso concreto la oscilación del inevitable hueco no pertenece a la historia principal de este libro y otros manuscritos similares (los Evangelios y el cristianismo celta) sino a sus aledaños, felizmente anticipados en el descubrimiento del poema «Pangur Bán». En el mismo tono que el de este monje que, por unos instantes u horas, aparta de sí la solemne tarea de transcribir la palabra divina para hablar de lo cotidiano; y haciéndolo en un tono tan casual y tan cercano que, de un plumazo, la distancia entre él y nosotros se desvanece por completo, la exposición contiene tres poemas más, localizados entre los siglos IX y XI en distintos monasterios europeos. En uno de ellos el amanuense deja de «escribir» para reparar en la belleza circundante: «Una fila de árboles me rodea / canta un mirlo con toda dulzura / sobre mi libro bien dispuesto / cantan las aves a lo lejos…»; otro consigna la dura tarea del copista desde el punto de vista físico: «Mi mano está agotada de escribir / mi cálamo afilado ya no se sostiene / de mi pluma de fina punta sale / un borrón azul oscuro de brillante tinta…»; y un tercero es capaz de ponerse en el lugar del cordero que se ha sacrificado para fabricar el «vellum», el pergamino sobre el que el poema mismo se escribe: «Uno de mis enemigos acabó con mi vida, / se bebió mi savia vital, después me empapó, / cubierto de agua… / Me puso a secar al sol, donde pronto perdí / todo el pelaje. Y luego el duro / filo del cuchillo me cortó…».

Leyendo estos poemas, y sin nada que le pusiera en guardia, la viajera sintió que se borraban los siglos, las distancias, el tiempo y el espacio. Esa voz prestada al cordero, que es la del poeta antes que del copista; esa queja de la mano cansada, ese deleite del paisaje que distrae de la tarea, ese gato que le recuerda al estudioso la equivalencia de todos los seres… Ese escribir fuera de programa que es la poesía, ¡ese es el quid de la cuestión! Ahí se produce uno de los rarísimos momentos en los que el hueco es salvado y su ambivalencia deja de sentirse tan agudamente. De nuevo Paz: «La poesía (…) es un lenguaje vuelto sobre sí mismo y que se devora y anula para que aparezca lo otro, lo sin medida, el basamento vertiginoso, el fundamento abisal de la medida. El reverso del lenguaje».

El tren llega por fin a Sandycove y la viajera escucha, por última vez, la consabida instrucción: «mind the gap». Bajará y llegará hasta la torre Martello, donde dos simpáticas guías, Kay y Catherine, le sugerirán que al terminar la visita camine hasta la villa normanda de Dalkey (sí, el nombre de la editorial que trabaja con el centro de traducción literaria, y sede también de un importante festival literario), y que allí vuelva a coger el tren hasta la hermosa playa y los acantilados de Bray. Desde luego el día, cálido y soleado, invita a ello. Ha sido el suyo un viaje dentro del viaje, un desplazamiento mental además de espacial. Geografía, recuerdo, lenguaje, tiempo y lugar… señores viajeros: cuidado con el hueco siempre, el hueco.

De Bray a Greystones. Foto: Giuseppe Milo (CC).

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Esta idea, sobre la que yo había pensado sin mucha precisión, adquirió claridad gracias a la profesora Jane Carroll, directora del seminario de dos días sobre literatura infantil al que asistí durante mi estancia (véase su libro Landscape in Children’s Literatre, de 2012).

Esa lengua que se llevaron las golondrinas

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Vista de Burgui y su puente, valle del Roncal, Navarra. Fotografía: Javiergomezvet (CC).

Nain din sin cona ichasoaren ecustra? Anisco andia da, tia Juana.

Julián Gayarre en una carta a su tía Juana, 1884.

Era capaz de ejecutar el re bemol en Lucia di Lammermoor, e incluso el do sostenido que exigía Il trovatore; triunfaba en alemán con Lohengrin de Wagner, o en italiano con L’elisir d’amore de Donizetti. Por si fuera poco, Julián Gayarre era capaz de contarle todo aquello a su tía Juana, y mucho más, en unas cartas que escribía en roncalés. Sepan ustedes que el tenor navarro pensaba en una variante arcaica y ya extinta del euskera.

Dejen de leer si buscan algo que no se haya contado sobre su prodigiosa voz; en realidad se ha hablado siempre de oídas, porque no existe grabación alguna. La fatalidad quiso que Gayarre muriera prematuramente en 1890, justo antes de que se popularizaran las primeras grabaciones de voz en fonógrafo. Merece la pena visitar su casa solariega en la localidad pirenaica de Roncal (Erronkari en euskera). Los horarios son algo erráticos y entre semana cierra, pero se puede dar con Marta Zazu, la encargada, en el restaurante familiar que regenta a la entrada de este pueblo de casi doscientos habitantes. Si no, pregunten por el laberinto de calles de piedra que lleva hasta la casa de Gayarre. Allí, entre una mesa de billar, un carruaje, su laringe conservada en formol (han leído bien) y sus muchísimos premios y obsequios recibidos a lo largo de una brillante carrera, están las cartas que el tenor enviaba a su tía Juana. Pueden pasar desapercibidas entre tanto kitsch decimonónico, pero su valor ha resultado incalculable para saber cómo respiraba una lengua vasca cuya última hablante murió en 1991. Se llamaba Fidela Bernat.

Antes de meternos en harina, y por si se han quedado noqueados con lo de esa laringe mostrándose impúdica a los visitantes, hay que decir que todavía quedan roncaleses que achacan los prodigios de Gayarre a que este tuviera dos órganos fónicos: uno masculino y otro femenino. El jarro de agua fría para los amantes de tan fantástica teoría llegó en 2010, cuando un estudio del Hospital de Navarra concluyó que el secreto de su voz se debía a una malformación congénita. Por lo visto, estamos ante una laringe «asimétrica», y que presenta unas cuerdas vocales más largas de lo normal.

Necesitamos un segundo inciso para recordar que Gayarre comenzó a ganarse la vida como pastor de ovejas a los trece años hasta que, dos años más tarde, su padre decide mandarlo a Pamplona, donde trabajará como dependiente en una mercería. A mediados del xix, la capital navarra era el centro del mundo para un roncalés, y este en concreto comienza su carrera musical en el Orfeón Pamplonés. Aquella será la plataforma desde la que encadenará las becas y los premios que le llevaron a consagrarse como Primer Tenor del Mundo en La Scala de Milán en 1876.

Nos gusta imaginar que, de jovencito, apartaría su rebaño del camino para dejar paso al carruaje del príncipe Louis Lucien Bonaparte durante alguna de las cinco visitas que el sobrino de Napoleón hizo a tierras vascas. Completamente ajeno al boato cortesano que le otorgaba su cuna, el bueno de Louis dedicó su vida a algo tan maravilloso como el estudio comparativo de las lenguas europeas: desde el livonio —del que quedan una veintena de hablantes a orillas del Báltico— hasta el gallego, pasando, por supuesto, por el valle del Roncal. Y vaya si lo hizo bien. Su Carte des sept Provinces Basques, un minucioso mapa dialectal de la lengua vasca publicado en 1866, ha sido usado hasta que fuera actualizado por el lingüista Koldo Zuazo en 1998. Los cambios principales estriban en las ausencias. El roncalés ya no está.

Lengua secreta

Roncal es uno de los siete pueblos del valle homónimo; un pequeño paraíso natural distribuido a lo largo del cauce del Esca, y cuyas lindes van desde la frontera con Francia, a 1500 m de altitud, hasta Burgi, el primer pueblo del valle cuando uno accede desde el sur. «Onki Xin», ‘Bienvenidos’, nos saluda un cartel a la entrada, a pocos metros del imponente puente romano donde, según la leyenda, los roncaleses cerraron el paso a las huestes musulmanas. Cierto o no, la cabeza cortada del emir cordobés Abderramán I sobre el puente de Burgi es el escudo del valle desde tiempo inmemorial.

Si no han conducido nunca por esa única carretera que atraviesa una estrecha garganta entre acantilados y bosques, imaginen una especie de Twin Peaks pero con casonas de piedra blasonadas. Se harán una idea. Y si echan de menos un misterioso asesinato como el de la icónica serie, siempre pueden desviarse hacia Fago por la carretera que lleva a Ansó, el valle limítrofe. Es en estos siete pueblos donde se habló la variedad más arcaica de una lengua a la que, hasta el día de hoy, no se le han encontrado parientes lingüísticos.

En sus Études sur les trois dialectes basques des Vallées dAezcoa, de Salazar et de Roncal, el propio Bonaparte ya había apuntado que los roncaleses hablaban en castellano entre ellos, pero no las roncalesas.

Pregunten a los que aguantan inviernos como el de este año en el valle; ellos les contarán que el roncalés, o uskara, murió en las cocinas de sus abuelas, que se convirtió en una lengua secreta que las mujeres usaban cuando no querían que les entendieran ni sus hijos ni sus maridos.

Había una explicación. Durante años, cada 7 de octubre un grupo de roncalesas arrancaba desde Burgi en dirección a Maule, al otro lado del Pirineo, para trabajar en la fábrica de alpargatas. En el cruce de Bidankoze se sumaba alguna más, y lo mismo en el de Garde; y luego, en Roncal y Urzainki. Una vez en Izaba hablamos de una larga caravana que enfilaba hacia Belagua con destino a la Venta de Arrako, donde muchas pasarían la primera noche de su vida fuera de casa. Allí se juntaban con las ansotanas y con las de Fago, que llegaban exhaustas después de una travesía bastante más dura en la que atravesaban el Paso del Oso. Tras un buen desayuno, ascenderían con los primeros rayos de sol por la falda de Lakora rumbo la frontera, y no volverían hasta la primavera. Con razón se las llamaba «golondrinas».

(Click en la imagen para ampliar). Diseño de relajaelcoco.

Aquella migración estacional no significaba que ellos se quedaran casa: los hombres bajaban con sus rebaños hasta la Ribera navarra en busca de pastos de invierno, o navegaban en almadías, aquellas precarias balsas de troncos con las que se enfrentaban a los embates de ese Esca que se funde «mayenco» con el Ebro, ya entrada la primavera. Algunos almadieros —así se les llamaba— llegaban hasta Tortosa a vender su madera, pero eran muchos más los que perdían los pingües beneficios de aquella aventura a manos de bandidos con los que se cruzaban en el viaje de vuelta. Lo hacían andando, por supuesto.

Las golondrinas se movían siempre juntas, y en Maule podían incluso entenderse con los locales en su propia lengua, más o menos. Ellos, sin embargo, combatían la soledad entre pastores aragoneses con los que, por supuesto, hablarían en castellano. Podríamos decir que los hombres del Roncal se dejaron su lengua por el camino.

Eran roncaleses como Gabriel Salvoch, un pastor de Urzainki —a dos kilómetros al norte de la casa de Gayarre—. Más de cincuenta años de soledad entre ovejas no le han hecho olvidar que escuchar hablar roncalés a su abuela le ponía los pelos de punta. «Solo lo hacía para abroncarme, a menudo antes de zurrarme con una alpargata», recuerda este hombre de un millón de historias. Como cuando bajó en bicicleta a Roncal a que el médico le extirpara un brote de carbunco —ántrax— del brazo, y vuelta a casa, como si aquello no hubiera sido más que un arañazo en un zarzal. Gabriel, hombre muy leído, por cierto, hace tiempo que dejó atrás la desértica Ribera para quedarse en el bosque: huele las setas antes incluso de que estas se atrevan a asomar, y es una fuente de conocimiento única cuando uno pregunta por el nombre de esa loma o aquella vaguada. No en vano Tomás Urzainki, jurista e historiador local, ha recurrido a su vecino en más de una ocasión para temas de toponimia en sus investigaciones.

Sobre Gayarre, Urzainki nos dice que el tenor se declaraba navarro, vasquista y liberal a partes iguales. Fue precisamente el final de las guerras carlistas el que dio el pistoletazo de salida hacia el progresivo declive del roncalés hasta su total extinción. El investigador explica que, durante la segunda mitad del siglo xix, llegan a Roncal maestros no vascoparlantes que prohíben y castigan el uso del roncalés en las escuelas. Eso, unido al tráfico cada vez mayor de gente de fuera del valle gracias a la construcción de su única carretera —financiada por Gayarre—, contribuyó a alimentar la idea de que el habla local era poco útil, además de sinónimo de incultura. Para una lengua no hay enemigo más temible que la diglosia.

Soledad

Cuando Bonaparte dibujó su preciso mapa se estimaba en unos dos mil novecientos el número total de vascófonos en todo el valle, y puede que fuera aquel su máximo histórico. El entierro de Mariano Mendigacha, en julio de 1918, fue también el del último hablante de roncalés de Bidankoze. Para entonces ya había desaparecido en Garde y Burgi. «Los ancianos conocen la lengua, pero no la hablan», acotaba Pablo Fermín Irigaray sobre los cuatro pueblos restantes, en un estudio lingüístico realizado en 1935. La cifra de hablantes de roncalés se había reducido ya a seiscientos, que equivale casi a la población total del valle a día de hoy. El Pirineo se muere, también en Roncal.

Desde Izaba —a seis kilómetros al norte de la casa de Gayarre— Bernardo Estornés Lasa se resistía a quedarse de brazos cruzados. Aprendió la lengua perdida de sus padres, pero tuvo que huir cuando los falangistas fueron a buscarle a su casa, en los albores de la Guerra Civil en España. Su obra, prolífica a pesar del exilio, fue reconocida al ser nombrado académico por Euskaltzaindia —la Academia de la Lengua Vasca— en 1966. De entre su vastísima producción rescatamos Erronkari´ko Uskara —un manual del vasco del Roncal publicado dos años más tarde junto con su hermano, José—. Por supuesto, se lo dedicaron al príncipe Bonaparte, entre otros. Aquel sería uno más de entre sus muchos intentos de garantizar la supervivencia del roncalés, pero era luchar contra molinos de viento. En 1972, la muerte de María Ezker certifica la defunción oficial del vasco en Urzainki; dos años más tarde y cuatro kilómetros más arriba muere Antonia Anaut, la última de Izaba. Era como si un misterioso virus ascendiera por la carretera llevándose consigo a los hablantes de una lengua que, según Bonaparte, era la más vieja de Europa. Pero Estornés no desfallece, y organiza clases de roncalés para los más jóvenes de Uztarroze, el último pueblo del Roncal; el más septentrional y aislado.

«Era duro», recuerda hoy Julio de Miguel. «Salir de la escuela y ver a tus amigos ir a bañarse al río mientras tu seguías encerrado en clase…». Por supuesto, tampoco funcionó.

Ya mencionábamos al principio que Fidela Bernat, de Uztarroze, fue la última hablante nativa. En YouTube encontrarán fragmentos de entrevistas que le hicieron en Pamplona, donde pasó sus últimos años antes de llevarse con ella la lengua de los roncaleses. Fidela recordaba así sus años de golondrina:

Erribrara xoaitan zia gizona, Erribrara, eta gu neskatoak, bai, lumiak Frantziara espartiña egitra, baia gero xin zia gerra kan, eta baratu gintia urte bat edo bi akabartion gerra eta gero xoaitan gintia baia kontrabandoz xoan gindian behin.

(‘Los hombres se iban, a la Ribera, y nosotras, las chicas, sí, (…) a Francia, a hacer alpargatas, pero luego llegó la guerra allá, y paramos uno o dos años hasta acabar la guerra y luego fuimos, pero de contrabando, una vez’).

En esa misma entrevista dice no entender cómo pudo aprender la lengua; solamente la escuchó de sus padres, principalmente a su madre, «y de una tía que siempre hablaba en uskara». Pero hacía más de veinte años que habían muerto y, desde entonces, no la había hablado con nadie más. Suponemos que Gayarre compartió ese mismo sentimiento de incomunicación y soledad en sus años de viajes por toda la geografía; quizá fuera lo que le impulsaba a escribir a su tía Juana, como cuando la invita a visitarle en Barcelona, en 1884. Él correrá con los gastos de viaje y alojamiento. Además, no hace nada de frío, y comerán muy bien.

¿Quieres venir a ver el mar? Es muy grande, tía Juana.

Ovejas en Belagua, valle del Roncal, Navarra. Fotografía: David Santiago García / Getty.

La puerta es verde, etcétera

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Fotografía DP.

Alguien, probablemente un profesor o el dueño de unos salones recreativos, me explicó cuando yo era mozo que la frase constituye el elemento más pequeño del discurso capaz de expresar por sí solo una idea completa. Doy por sentado que a día de hoy, a pesar de su belleza y sencillez, esta definición se habrá quedado obsoleta. Hace tiempo que la habrán retorcido, mezclado y mutilado. La habrán torturado a conciencia por el bien de la gramática. Sin embargo, a mí esa descripción de la frase como pieza elemental y autónoma de la expresión, como unidad mínima independiente, con sentido pleno y, en su caso, aislado del resto de frases, me sigue pareciendo especialmente afortunada.

Le explicaba Josep Pla a Salvador Pániker durante una entrevista en el año 1965 que «la mejor frase que se ha hecho en nuestra lengua es “la puerta es verde”; punto». El escritor catalán ya había recurrido al mismo ejemplo en un artículo sobre el arte de escribir publicado en octubre de 1941 en la revista Destino: «La primera cosa que hay que hacer para escribir bien es obedecer el genio de la lengua. Y el genio de las lenguas neolatinas consiste en poner primero el artículo, luego el sustantivo, luego el verbo y finalmente el predicado. Cuando se quiere predicar de una puerta su color verde, hay que decir, si es posible: «La puerta es verde». Nada más. (…) Esto no tiene nada que ver con las modas, ni con las vibraciones, ni con los estados de ánimo fugaces. Esto durará siempre».

Así entendida la frase, es decir, como la sucesión de un sujeto, un verbo y un predicado, cualquiera podría pensar que en el arte de escribir se premia la concisión. Si «la puerta es verde» es la mejor frase que se ha escrito en nuestra lengua, se podría concluir que José Saramago, por ejemplo, es un productor de frases terribles y escandalosas. En La balsa de piedra, el premio nobel escribe: «Es un viajante que ni debe ni teme, salió temprano para gozar la fresca de la mañana y aprovechar el día, los turistas matinales son así, en el fondo problemáticos e inquietos, sufren con la inevitable brevedad de las vidas, acostarse tarde y levantarse temprano, salud no da, pero alarga el vivir». Entre los consejos sobre el arte de escribir que Josep Pla ofrece en el artículo mencionado, se encuentra el de la agilidad, una virtud de la buena escritura en la que coincide con Azorín: «El ritmo de la frase ha de ser rápido. Yo practiqué esta regla siempre, porque no puedo resistir la difusión y el autor pesado». Para Saramago, sin embargo, la frase tiene mucho más que ver con la música, con «el juego de la entonación, de la suspensión», como le explicaba el autor de Ensayo sobre la ceguera al argentino Noé Jitrik en una conversación entre ambos escritores publicada en 1992 por la revista Biblioteca de México.

Los signos de puntuación, en el caso de Saramago, se reducen casi de forma exclusiva a la coma. Sus textos a partir de Levantado del suelo (1980) se deben leer, según el autor, del modo en que serían escuchados. De ellos desaparecen los guiones, los paréntesis, las comillas, los puntos suspensivos, los signos de interrogación y exclamación. Los diálogos pasan a integrarse en el propio texto de tal forma que la voz del narrador y la de los personajes se entrelazan armando una complicada secuencia de intervenciones separadas por comas. El escritor portugués destruye el propio código del lenguaje para conectar de otra manera con el lector, a quien ya nadie dirige. No obstante, si los signos de puntuación sirven, en definitiva, para delimitar la frase —«la puerta es verde, punto»— y el genio de las lenguas neolatinas consiste en colocar primero el sujeto, luego el verbo y finalmente el predicado, cabría preguntarse dónde comienzan y terminan en realidad las frases de José Saramago.

Y la respuesta tal vez se halle en esa definición seguramente obsoleta que describe la frase como el elemento del discurso capaz de expresar por sí solo una idea completa. Esa unidad independiente que puede ser separada del contexto y aun así conservar todo su sentido. Lo que nos lleva a inferir que, en el caso de ciertos autores, una frase puede llegar a durar una página entera. O varias. Sobre todo cuando por el medio no se cruza ningún punto y seguido, como ocurre con José Saramago o, por citar algún otro ejemplo, con Gabriel García Márquez en El otoño del patriarca, la primera novela que el colombiano publicó después de Cien años de soledad y en la que el relato se presenta de forma casi ininterrumpida, apenas sin solución de continuidad, trenzando diferentes perspectivas narrativas y anudando una serie de voces distintas que terminan por conformar un conjunto llano y homogéneo.

«Y la gente, cómo va, preguntó la chica de las gafas oscuras, van como fantasmas, ser fantasma debe de ser algo así, tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder verla», escribe Saramago en Ensayo sobre la ceguera. Si entendemos las frases como períodos de sentido completo, alguno podría argumentar que esa frase del escritor portugués está constituida en realidad por varias oraciones más pequeñas yuxtapuestas de forma heterodoxa. Otros, los menos indulgentes, dirán que se trata de un puñado de frases mal unidas. O peor aún: mal escritas. Habrá quien defienda que la voluntad del autor no justifica la ausencia de signos de puntuación. Que el hecho de que no haya guiones, signos de interrogación o puntos y seguido no significa que no deba haberlos. Pero incluso cuando los hay, la construcción de la frase puede traducirse en distancias kilométricas que encierran un solo período de sentido completo.

En En busca del tiempo perdido, Marcel Proust invierte a veces decenas de páginas en describir con escrupulosa precisión los detalles más insignificantes. Como consecuencia, en la novela podemos encontrarnos con frases que por momentos superan la propia capacidad del lector para percibir de forma natural en qué parte de la oración se halla —en La prisionera, la quinta parte del libro, hay una frase de más de cuatrocientas palabras—. Pero la hazaña de Proust ni siquiera se acerca a la que su compatriota Victor Hugo había logrado realizar seis décadas antes en otra de las grandes obras de la literatura francesa, Los miserables, donde el autor francés incluyó una frase compuesta por más de ochocientas palabras. Hasta este punto concreto del artículo, yo apenas he escrito trescientas más.

«Cuando se quiere predicar de una puerta su color verde, hay que decir, si es posible: “La puerta es verde”. Nada más». Imagino que Camilo José Cela no tenía demasiado presentes las recomendaciones de Josep Pla sobre el arte de escribir cuando dio forma a Cristo versus Arizona, una novela en la que se relatan varios hechos relacionados de forma más o menos próxima con el tiroteo en el OK Corral en octubre de 1881. En ella solamente encontraremos un punto: el último. El que pone fin a un único monólogo de doscientas cuarenta páginas a lo largo del cual se van sucediendo docenas de personajes, cientos de reflexiones y, por supuesto, miles de comas. Pero nada más. Por supuesto, en el libro no existe un hilo conductor. Las historias van y vienen de forma veloz y desordenada para componer a tumba abierta el severo retrato de una sociedad enferma. Preguntado por esta circunstancia, Cela contestó: «La vida no tiene trama». Sujeto, verbo y predicado; punto. Pla se habría sentido orgulloso.

En cualquier caso, si tenemos en cuenta que en Cristo versus Arizona podemos distinguir, a pesar de todo, períodos oracionales diferenciados en función de su sentido, cabría afirmar que el libro que cuenta entre sus páginas con la frase más larga de la historia de la literatura es Las puertas del paraíso, publicado por Jerzy Andrejewski en 1962 y traducido al castellano por Sergio Pitol tres años más tarde. La novela contiene tan solo dos frases en las que no se incluye ningún signo de puntuación salvo el punto y seguido que las separa. La segunda y última consiste en una frase de una sola línea. La primera es un monólogo que se extiende a lo largo de ciento ochenta páginas en las que no hay comas, ni guiones ni signos de interrogación o exclamación. Se trata de una frase formada por cuarenta mil palabras. A Andrejewski, lo de Victor Hugo debía de parecerle poco más que un enunciado menor.

Experimentos de este estilo ha habido muchos. En Cómo es, Samuel Beckett logra llenar un libro de ochenta páginas sin incluir ni un solo signo de puntuación. Lo mismo ocurre con A Pickle for the Knowing Ones or Plain Truth in a Homespun Dress, de Timothy Dexter. El libro cuenta con cerca de nueve mil palabras entre las que no hay puntos ni comas y cuyas letras mayúsculas se van insertando de forma aleatoria. En una segunda edición, ante las quejas del público por la complejidad que entrañaba la lectura del libro, Dexter añadió una página extra con trece líneas repletas de signos de puntuación para que los lectores pudiesen colocarlos convenientemente donde más les apeteciera.

Escribe Pla en su artículo para Destino: «A otros les gusta el estilo compuesto como un alcohol del mismo nombre, y su máxima ilusión ante una frase interminable consiste en ponerse en actitud de estudioso y buscar dónde está el gato encerrado. Generalmente no hay gato encerrado, ni gato alguno. Yo vi nacer uno de los últimos estilos literarios que se han ensayado en España, estilo frente al cual se está ya francamente reaccionando. Se está volviendo a la sencillez». A partir de esa tendencia hacia la retórica enrevesada, el escritor catalán consideraba que, de alguna forma, había terminado surgiendo un estilo de bravata «que todavía colea en algunos periódicos y en algunas revistas elegantes». Añade Pla: «Siempre es agradable ver a un señor convencido de que tiene razón hasta el punto de considerarse absuelto de dar las razones para ello». Así se explica que estuviese tan seguro de que «es más difícil describir que opinar, infinitamente más; en vista de lo cual todo el mundo opina». En mi opinión, formada por un sujeto, un verbo y un predicado, Pla estaba en lo cierto.

Marta Rebón y Marilena de Chiara: «Traducir es coger un texto de una orilla y llevarlo a la otra»

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Fotografía: Jorge Quiñoa

Esta entrevista fue publicada originalmente en nuestra revista trimestral número 22

A la traducción literaria se puede llegar desde orígenes diversos. Marta Rebón (Barcelona, 1976) descubrió la literatura rusa durante sus estudios de humanidades y la atracción que sintió por las obras de Dostoyevski o Tolstói marcó su rumbo profesional. Tras estudiar Filología Eslava, un curso de posgrado en Traducción Literaria y su paso por universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, Marta divide su tiempo entre la traducción, la fotografía y la investigación literaria, además de colaborar con distintos medios culturales.

Marilena de Chiara (Nápoles, 1980) se enamoró de los textos y las palabras a través de sus etimologías. Durante los primeros dos años de liceo classico dedicó cuatro horas diarias a traducir del latín y el griego. Tras semejante entrenamiento estudió Comunicación Social y se especializó en estudios de performance, para continuar con la literatura comparada y la semiología. Fue a partir del doctorado cuando empezó a traducir textos para sus compañeros y desde entonces ha ido compaginando su labor investigadora y docente con verter al español las obras de Pirandello o al italiano las de Angélica Liddell.

Nos reunimos con ellas en la librería Altaïr bajo un enorme mapamundi que nos va sirviendo de guía durante la entrevista. Lo buscamos con la mirada para localizar todos los destinos reales y ficcionales que han visitado durante sus vidas mientras nos hablan sobre literatura y sobre traducción; sobre Italia y sobre Rusia; sobre antiguos y futuros proyectos. Y, por supuesto, sobre la soledad de la traductora que vive encerrada en su habitación con la única compañía de la voz del escritor.

Marilena, Pirandello decía «la vida o se vive o se escribe». ¿Estás de acuerdo? ¿Todo traductor lleva un escritor dentro?

C.: No. Esta cita de Pirandello habría que contextualizarla. Cualquier escritor traslada parte de su biografía a su obra, aunque sea de una forma muy efímera o poco evidente. Pero no considero que un traductor lleve dentro necesariamente un escritor. Es más, me gusta mucho la poética de la traducción de Natalia Ginzburg. Traducía del francés, y tradujo a Proust y Madame Bovary. Y en el prólogo a la novela de Flaubert especifica la dificultad que sintió al ser escritora, porque era muy consciente de su misión, que era la de traducir. Tiene un texto que se llama El oficio de escribir que empieza: «Mi oficio es escribir, es la escritura y siempre lo supe». Cuenta esta dificultad como escritora de desligarse de sí misma, de su misma poética, de sus mismas necesidades expresivas, para centrarse completamente en el texto. Y esa es la labor del traductor: centrarte en el texto, olvidarte de ti y centrarte en lo que la palabra te está diciendo.

Marta, en En la ciudad líquida rescatas una frase de Ortega y Gasset donde opina que los traductores suelen ser personajes apocados. No parece tu caso y, sin embargo, lo destacas…

R.: Si no lo eres, acabas siéndolo un poco. Toda profesión a la que te dediques fortalece unas aptitudes y debilita otras, y si te dedicas a la traducción —yo vivo de la traducción literaria desde 2005 y me he pasado incontables horas dentro de una habitación— vas adquiriendo ciertos tics. A veces pasa que no sales durante una semana más que para comprar comida. Eso es lo más desafiante de traducir, la soledad, porque al traductor tampoco lo van a invitar a un festival de literatura o a presentar un libro por el mero hecho de haberlo traducido (bueno, hay algunos casos en que sí), no cuenta con esa proyección social que sí puede tener un escritor. Y con este libro que comentas me encuentro con que me piden entrevistas.

Retomando lo que decía Marilena, para mí escribir y traducir es lo mismo, la única diferencia es que cuando traduces no sufres el parto de la creación y la invención, del partir de cero. No tienes ese dolor, pero sí otros, como el de la impotencia, el de plantearte cómo decir con precisión algo en tu lengua. Creo que no he dicho exactamente lo mismo que Marilena…

Lo contrario.

C.: Pero estoy de acuerdo con ella en que a la hora de traducir tienes que reescribir intentando ser respetuoso con el texto. Ahora bien, lo importante es reconocer que el punto de partida es distinto, porque un escritor, entendido como creador de un texto original, tiene una intencionalidad poética completamente distinta de la que tiene el traductor. Este está trasladando a otra lengua un texto que no es suyo. Por supuesto, cuando lo traduces también se convierte en tuyo, pero lo más importante es que resuene la voz del autor original. Y me gusta mucho lo que Marta dice de la soledad del traductor. No solo en la práctica sino también en la teoría, cuando te encuentras ante un texto y en las decisiones que tienes que tomar estás solo.

R.: Es verdad, porque hay que decidir cuestiones básicas a cada minuto. ¿Por qué pones «quizás» y no pones «tal vez»? Me siento bastante ajena a las teorías de la traducción. Para mí el componente irracional e intuitivo es muy importante, está muy presente tanto en el trabajo del escritor como del traductor y, a veces, no se repara en eso. Sobre todo, cuando empiezas a traducir, tiendes a darle importancia a todo por igual en el texto, no priorizas y pierdes la visión de conjunto. ¿Por qué habrá colocado el autor las palabras antes en un orden y ahora en este? Te sorprendes cavilando en exceso sobre aspectos que luego resultan no ser tan importantes. Y a medida que vas avanzando te das cuenta de que este trabajo también se basa mucho en la intuición, en decidir a buen ritmo y empatizar lo máximo posible con el original, pero sin atorarte con cada decisión.

C.: Y también ser consciente y recurrir a todos tus referentes, a tus lecturas, que son las que te forman y te permiten interactuar con la lengua del texto, con tu lengua y con los otros textos que tienes alrededor

Marilena, tú también escribes sobre Ortega y Gasset para conectarlo con Seis personajes en busca de autor. ¿Qué relación hay?

C.: La relación tiene que ver con la interpretación a partir de la poética del personaje como un ser independiente. Lo fascinante de toda la trayectoria de Pirandello es una teoría sólida del personaje como un ser que tiene que acceder a la vida y a la realidad gracias al trabajo del autor y a través de la representación. Y en este sentido había cierta conexión con Ortega y Gasset, conexión que favoreció la recepción de Pirandello en España. Lo interesante es que primero se tradujeron sus obras de teatro y después algunas de las novelas; y de los cuentos se habían olvidado, cuando en verdad todo el drama personal y literario de Pirandello está ahí. Sus Cuentos para un año son su laboratorio, y por eso a veces me gusta pensar —como decía Marta sobre esa necesidad de tomar decisiones rápidamente— en el texto como un laboratorio en constante evolución: a medida que avanzas te vas volviendo más consciente e intuitivo, porque ya conoces cómo vas tramando y entrelazando tu propia lengua.

Marta, estudiaste Filología Eslava en la Universidad de Barcelona. ¿Cómo surge tu interés por el ruso?

R.: Surgió antes en mí el interés por la literatura rusa. Primero estudié Humanidades, una carrera en la que aprendes de todo pero no eres especialista en nada, y allí tuve un primer contacto con un par de novelitas rusas que me cautivaron. Creo que empecé con Memorias del subsuelo, de Dostoyevski, y La muerte de Iván Ilich, de Tolstói. Esta última engaña, porque ya se sabe que Tolstói debe su fama sobre todo a una gran epopeya y a una extensa novela sobre el adulterio, pero entrar por esas novelas breves estuvo bien. Entonces me planteé hacer Filología Eslava. No sé si decir que fue una inconsciencia, porque quizá de haber sabido lo que era no la hubiera elegido, pero muchas cosas de la vida las he hecho así. Tuve esa intuición y la seguí.

Allí te dio clases Mihály Dés, quien luego te fichó para la revista Lateral.

R.: Eso era lo apasionante de esa época, porque no creo que ahora pase tanto. Te podías encontrar en la Universidad de Barcelona a un profesor húngaro como Mihály Dés, que realmente no sé cómo llegó ahí. Eso fue maravilloso. Ahora lo primero que te piden, casi siempre, es el doctorado. Pues allí estaba Mihály. Fue alguien que consiguió que ocurrieran cosas desde la universidad. En la primera asignatura que me dio de literatura, al principio solamente hablaba de historia y, al preguntarle cuándo entraríamos en materia, me invitó a su despacho. Allí me habló de Lateral. Cuando fui a la sede de la revista, me encontré con un piso del Eixample lleno de gente que se quería dedicar, o se dedicaba ya, a la literatura. Allí coincidí con Mathias Enard, Jorge Carrión, Robert Juan-Cantavella, Gabriela Wiener y muchos más…

Le dedicas un capítulo de tu libro.

R.: Sí, porque falleció cuando lo estaba escribiendo y eso lo cambió todo, aunque ya estaba medio escrito. Yo no sabía que estaba enfermo, y su muerte me cogió por sorpresa. Al final, como pequeño homenaje, incluí parte de su último e-mail. Fue un impulso, me salió plasmarlo así.

Estos estudios están en extinción en las tres universidades españolas donde se impartían (Barcelona, Granada y la Complutense de Madrid). ¿A qué crees que es debido? ¿Interesan en el mercado español los autores rusos?

R.: El hecho de que Filología Eslava ya no exista como titulación tiene que ver con el Plan Bolonia. No sé cuántos alumnos se matricularían ahora, en los últimos años me parece que se inscribían unos siete por curso en la Universidad de Barcelona, así que realmente no había un gran interés. Pero por la literatura rusa sí lo hay. Por lo general, es una literatura profunda e inteligente, son novelas que te acompañan. En una de las últimas ciudades donde he vivido, Tánger, hablaba con el director de una librería y me decía que los clientes marroquíes compran pocos libros, pero que a menudo se decantan por las traducciones de novelas rusas porque, según le comentan, son libros que les cunden.

Hombre, el precio por página…

R.: [Risas] Coges Crimen y castigo y te acompaña casi un año, porque le puedes ir dando vueltas. Son novelas filosóficas, con mucha enjundia, con personajes que perduran y una gran calidad literaria. Así que, volviendo a lo que comentábamos antes, hay interés por la literatura rusa, pero por Filología Eslava ahora mismo no lo tengo tan claro. Aunque lo que está en declive son las humanidades en general.

Quizá es que hay autores franceses o anglosajones contemporáneos que despiertan un interés, pero los rusos son desconocidos. Los que interesan a la gente, como Tolstói o Dostoyevski, ya están traducidos desde hace años.

R.: Sí, los que nos dedicamos ahora a traducir literatura rusa, o al menos yo y algún colega con el que he hablado, no nos guiamos demasiado por la actualidad, porque es tan frondoso todo lo anterior… Aun así, he traducido a autores contemporáneos, como Alisa Ganíyeva, que, para ser una escritora que escribe en ruso —originaria del Daguestán—, es bastante atípica. Habla muy bien inglés y estuvo becada en la escuela de escritura creativa de Iowa, ha hecho ese esfuerzo por salir. Para Turner traduje La montaña festiva, en que traza un mosaico de las diversas lenguas caucásicas y túrquicas que se hablan en esa república, con la intención de explicar la fragmentación y la diversidad étnica que hay allí. Es una novela inteligente y muy exigente con el lector. También he traducido a Zajar Prilepin, que fue miembro del Partido Nacional Bolchevique y participó en la guerra de Chechenia. Escribe muy bien, pero políticamente es bastante controvertido y eso a veces eclipsa su obra. Intento estar al día, pero no sigo exhaustivamente el panorama actual.

Marilena, estudiaste Comunicación y Ciencias del Espectáculo en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma. ¿Cómo acabas dedicándote a la traducción?

C.: Sí, es un recorrido curioso. Mi amor por los textos y las palabras empezó muy pronto. De hecho, soy una fanática de las etimologías, me fascina ver de dónde viene cada palabra. Estudié en Italia lo que aquí sería el instituto, que en mi época se llamaba el liceo classico. Los primeros dos años nos dedicábamos, con catorce y quince años, solamente a traducir del latín y del griego, cuatro horas diarias. Y los últimos tres años nos poníamos con la literatura. Entonces empecé a traducir teatro y lírica, todo del griego, que era lo que más me fascinaba. Tengo la imagen de mí misma yendo al instituto abrazando los diccionarios de latín y griego, porque en la espalda pesaban mucho. La imagen de que eran estos diccionarios los que me permitían avanzar. Y me funciona también para pensar por qué me interesa la etimología. Tendemos a pensar en lo que hay antes, pero muchas veces el secreto es lo que está detrás. En un texto traducido el secreto está en el texto original, y lo que haces es desvelarlo. «Texto» viene de un participio del verbo texere, ‘tejer, trenzar’ en latín. Y es lo que estás haciendo. Estudié Comunicación, pero me especialicé en estudios de performance, entre Edimburgo y Roma. Luego llegaron la literatura comparada, la crítica literaria y, sobre todo, la semiología. Y empecé a traducir por pasión personal. De hecho, no estudié Traducción, no tengo formación teórica, y comparto plenamente lo que dice Marta: me parece maravilloso y necesario que haya una teoría de la traducción, pero la traducción se hace, se vive, aprendes traduciendo. Así empecé, había textos que quería compartir con mis compañeros durante el doctorado que no estaban traducidos, y así empecé a traducir al castellano.

En Yale estuviste asistiendo a clases con Harold Bloom. ¿Te ha influido de alguna manera?

C.: Sinceramente, me influyó más la lectura de sus libros, y no necesariamente en positivo. Seguramente, su libro sobre el canon occidental y su lectura de Shakespeare son textos que de alguna forma han marcado nuestra forma de entender la historia de la literatura. Me encanta que ponga a Dante en el centro del canon, pero también considero que hay muchos autores, registros y tonos que quedan excluidos.

Se le critica lo de «masculino y blanco».

C.: Totalmente. Me parece interesante que haya querido sistematizar el conocimiento occidental, pero considero que lo que más me influye son mis lecturas, las conversaciones y las experiencias vitales.

Cuentas en «Mi Nápoles genial» que palabras como all’intrasatta despiertan en ti el interés por la lengua napolitana, un idioma que, según el Ethnologue, lo hablan más de once millones de personas. ¿Tiene la misma relevancia que el catalán en España?

C.: Hay cierta diferencia histórica. La educación italiana tiene un grave problema, el hecho de que no se estudien los dialectos. Yo llegué al dialecto ya de mayor. Es más, sobre todo el dialecto napolitano se asocia con ciertas expresiones culturales que no están socialmente valoradas. El sardo es el único con estatuto de lengua, se pueden emitir documentos oficiales en sardo. El siciliano es de una belleza maravillosa. Pirandello se autotradujo. Escribió dos cuentos y dos obras de teatro en italiano y las tradujo al siciliano. Y su tesis fue sobre el dialecto de Agrigento. Pero la situación con el catalán es distinta. El catalán siempre fue la lengua de Cataluña, y tiene su propia tradición literaria y recorrido histórico. En Italia lo que pasó en 1861, con la unificación, es que la lengua común fue la base para unificar regiones que tenían y siguen teniendo variedades lingüísticas y culturales muy ricas. Y todo eso se barrió completamente. Yo, personalmente, estoy en una lucha de reivindicación de los dialectos. Llevo años traduciendo los poemas de Eduardo de Filippo, a quien en España se ha representado mucho, en castellano y en catalán. En 2003 Sergi Belbel en el Teatre Nacional, con Sábado, domingo y lunes, ganó el Premio Nacional y fue un éxito de crítica. También Oriol Broggi puso en escena tres obras de Eduardo. Y tiene una poesía en dialecto totalmente desconocida. Lo que estoy haciendo por puro gusto personal, a ver si alguien me lo publica en el futuro, es traducir los poemas de Eduardo. Como una forma de respeto hacia esa lengua. No quiero entrar en temas políticos e históricos, pero el napolitano nunca se prohibió, mientras que el catalán sí. Y eso es una diferencia importante.

¿Qué diferencia hay entre lengua y dialecto? ¿Os parece bien que se publiquen obras como Er Prinzipito en andalú?

R.: En España tenemos varias lenguas, además de dialectos. A mí me parece bien que se traduzca al andaluz. Estoy a favor de toda diversidad lingüística. Aunque solo hubiera cien personas que reclamasen una manera de hablar, me parece perfecto que se asocien y traduzcan libros. Cuanta más diversidad, mejor. A veces olvidamos que la lengua es una expresión de pensamiento. No voy a hablar de política, nada más lejos de mi intención, pero a veces se habla del catalán como si fuera un capricho. Pues no, el catalán tiene una historia antiquísima, así como una literatura muy rica y vasta. Estaría bien que en España hubiera, en general, una mayor sensibilidad lingüística, y no solo hacia las lenguas del propio país, sino también hacia las de nuestros vecinos. Portugal está aquí al lado y poca gente habla portugués. Desde Tarifa te puedes plantar en treinta minutos en Marruecos, y ¿cuánta gente se interesa por el dariya? Es necesario ese respeto hacia el vecino. No quiero generalizar, pero debemos fomentar la curiosidad y el respeto hacia el otro. Y se empieza por ser sensible a las formas en que se habla y lee.

C.: Estoy totalmente de acuerdo. Todo enriquece. Hablaba Marta del catalán y su historia. Los catalanes estuvieron en el Mediterráneo, y en Nápoles hicieron un aporte muy potente, sobre todo en el siglo xii. Y ahí se dio una época de producción poética en catalán muy grande, que influyó en el dialecto napolitano. El napolitano dialoga con el catalán, hay una confluencia entre las dos lenguas. Por cierto, El principito también se ha traducido al napolitano, ‘O Principe Piccerillo, una versión deliciosa.

¿Qué opináis de las ediciones en que el texto se adapta para ser más accesible a todos los públicos?

R.: No tengo demasiado conocimiento de esos libros, ni los consulto ni los leo. Sé que se hacen biblias para niños, por ejemplo, o adaptaciones de novelas. Pero una versión abreviada de Guerra y paz es algo ridículo. Si es para ofrecer un conocimiento general de un título concreto, como material de estudio, quizá tenga utilidad, pero si es para leerla como obra me parece absurdo. Quizá sea mejor leer bien tres capítulos originales que leer todo un sucedáneo.

Dice Kiko Amat que Moby Dick es un tostón… ¿os parece aburrido?

R.: Es que tampoco se puede plantear así, si un clásico es aburrido o no. Muchas veces tampoco leemos para divertirnos. Leemos por muchas razones, y quizá la diversión no sea siempre la primera. Al final leer y traducir son actividades que tienen algo de subversivo, porque reclaman una mirada atenta, y hoy en día no es lo habitual, todo tiene que ser de consumo rápido. Que se plantee un debate sobre si Moby Dick es divertido o no me suena un tanto marciano.

C.: Calvino tiene un texto cortito y muy irónico sobre los clásicos, y dice que un clásico es un libro que todo el mundo dice haber leído. Me encanta esta idea irónica. No todos tenemos por qué leer lo mismo, pero sí ser conscientes de que en el contexto en que ese texto se publicó sí marcó un antes y un después.

R.: También dijo Calvino que un clásico es un texto que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Son textos polisémicos, que te hablan a través del tiempo y de las lenguas, y que atraviesan naciones y épocas. Y ese es el poder que tiene la palabra.

Marilena, tú has traducido obras de teatro. ¿Qué tiene de distinto respecto a un texto literario?

C.: La experiencia es completamente distinta. Un texto teatral está pensado para la representación. Es curioso mi caso, porque siempre traduzco del italiano o del inglés al castellano, pero en cambio el teatro siempre lo he traducido del castellano al italiano. Si hay algo que me regala la traducción, y para mí no tiene precio, es poder conocer más mi propia lengua. Tener otra mirada y sorprenderme por la riqueza que tienen las palabras.

R.: Eso es maravilloso, es impagable. A veces buscas una palabra tan común como «árbol» en el diccionario, y es un gusto ver cómo te lo explica. Es un descubrimiento, un aprendizaje constante.

C.: Estoy de acuerdo. Y respecto al teatro, valoras más la oralidad, porque la traducción es un trabajo solitario. Estás escribiendo y a veces lees en voz alta para ver cómo suena, pero cuando traduces teatro tienes que pensar, primero, que eso textos que traduces se van a proyectar en una diapositiva, en cada una entra un determinado número de caracteres y además tiene que corresponder con lo que los actores están poniendo en escena. Tienes que encontrar ese tono y respetarlo. Por ejemplo, que en el texto original haya muchas consonantes, o que la puntuación sea muy específica. Pues tienes que respetarlo también en la traducción, porque va a impactar en la recepción del público y en la actuación de los actores.

Decía Valerie Miles que el dinero está en traducir textos legales o médicos. Que la literatura difícilmente da para vivir. ¿Qué es lo más alejado de la literatura que os ha tocado traducir?

R.: En mi caso, he traducido de todo: contratos jurídicos, catálogos de arte, artículos periodísticos… Y porque está mejor pagado. Aún hoy me sorprende la disparidad de tarifas. Pero es que la traducción literaria tiene algo muy vocacional. A veces es muy esclavizante y tiene su punto de sufrimiento, pero cada vez que deshaces un nudo es como una pequeña victoria. Al final resulta casi adictivo.

C.: Yo no he tenido esa experiencia porque la traducción no es mi ocupación principal, sino que me dedico más a la docencia. Pero estoy de acuerdo con Marta, hay momentos en que necesito traducir, aunque sea solo para mí y nadie lo vaya a leer, solo para ver cómo suena.

Marta, ¿por qué sentimos la necesidad de pasear por las mismas calles de los autores que admiramos?

R.: No sé si todo el mundo tiene ese deseo, pero a mí sí me pasa. Un periodista me preguntó si era mitomanía, y, tras pensarlo, creo que no, es una cuestión de curiosidad. Es como volver a la escena del crimen de algo que te apasiona. Igual llegas y no es como te lo esperabas, pero para mí siempre es enriquecedor ir a buscar la mesa donde se escribió tal novela. Es una especie de juego: te creas un mapa mental y luego vas a confrontarlo con el mundo real. Y si luego lo puedo fotografiar, aún mejor.

Siempre vas acompañada de un buen fotógrafo.

R.: Sí, mi pareja, Ferran Mateo, con el que trabajo tanto en proyectos editoriales como fotográficos, es fotógrafo. Yo empecé con la fotografía de la mano de él, y porque él me animó.

Se dice que para traducir hay que conocer la poética del autor, su intencionalidad, su historia. ¿Os habéis encontrado con algún autor que se os haya hecho especialmente incómodo de traducir por sus ideas o su historia? ¿Podríais traducir Mi lucha, por ejemplo?

R.: Yo no, pero porque, si hay otras cosas, ¿para qué traducir eso?

Si te pagan mucho…

R.: Ese libro en concreto no, pero es que no me ha pasado nunca. La literatura rusa ha sido como una suerte de Parlamento político, es donde se ha recogido la verdad, la filosofía…. Es algo que desde Occidente cuesta de entender, que una literatura aglutine todo el pensamiento y el contrapoder, pero así ha sido. Y yo me he dedicado sobre todo a traducir literatura disidente, literatura censurada. Y es algo que me ha marcado mucho, porque empecé a traducir muy joven y para mí fue todo un descubrimiento. Lo primero que traduje del ruso fue una investigación de un poeta que consiguió acceder a los archivos del KGB cuando todavía no había caído la Unión Soviética, en 1988, y se metió allí a buscar manuscritos de poetas y escritores represaliados. Y es que no solían destruir las obras. Algunas se han perdido, como en el caso de Isaak Bábel, pero la mayoría de obras se guardaban y los expedientes de los autores se etiquetaban con las leyendas de «Conservar a perpetuidad» y «Estrictamente confidencial». Eso da buena cuenta de la relación de Rusia con la palabra. Para Stalin los escritores eran los ingenieros del alma.

C.: Mi experiencia es distinta. No me he sentido incómoda, pero los detalles del autor a veces me revelan cosas de mí misma, temas íntimos, como mi forma de estar en el mundo, de sentir… y eso es otro regalo. A veces me gusta empezar a traducir sin leer antes para poderme sorprender. Y luego, claro, vuelvo al texto. Es algo que me ha pasado en muchas ocasiones, sobre todo con Angélica Liddell, a la que traduzco siempre al italiano. Todos sus textos son poéticos, y van acompañados de gestos que ella hace en escena, y aunque yo eso no lo traduzca, me lo imagino y muchas veces veo los vídeos; y eso para mí es un diálogo interesantísimo.

Dicen que algunos textos no se pueden valorar correctamente si no se leen en la lengua en que fueron escritos. ¿Eso es así?

R.: Creo que eso parte de una idea idealizada de lo que es el texto original. Puede que haya textos que en traducción no se puedan apreciar al cien por cien, pero si tampoco es tu lengua natal y haces el esfuerzo de leer en esa lengua igualmente te pierdes algo. Con la traducción siempre se gana, incluso aunque se pierdan cosas. Es decir, a veces se deslizan errores garrafales por mero despiste o porque el inconsciente también desempeña su papel creativo, pero con la traducción siempre se gana, porque te aproxima un texto extranjero a tu propio idioma, te hace más fácil digerirlo, por muy bien que domines la otra lengua. Hay colegas que dicen que no leen traducciones de la lengua que ellos traducen. A mí me parece un error, porque pierden de vista aquello que ellos practican, la traducción. Yo leo muchas traducciones de ruso a español, y me sirve para fijarme, por ejemplo, en cómo se solucionan aspectos, como el tema de las notas al pie. Soy lectora de traducciones.

C.: Estoy de acuerdo, y creo que la clave es saber que el texto que estás leyendo es una guía para poder aproximarte al texto original y a una historia de vida, y al autor que está detrás. Me fascina ver cómo se traduce a Dante, porque parte de quién es Dante. Y estoy obsesionada, porque me encanta, con el canto XXVI, el del «Infierno», que es uno de los más famosos, el famoso canto de Ulises, que también recupera Primo Levi y sobre el que Borges escribió una de sus conferencias dantescas. Todos los comentarios se centran siempre en el discurso de Ulises, cuando explica a Virgilio y Dante lo que les contó a sus compañeros para invitarles a seguirle. Pero lo que realmente me parece interesante son los tercetos anteriores, porque ahí Dante juega con una palabra y con un verbo generando unos versos sonoros. El sentido de esos versos no es relevante, simplemente Dante le pide a Virgilio que cuando se acerquen Ulises y Diómedes, que están en la llama de las dos puntas, hablen con ellos. Pero Dante lo hace con unas palabras muy sonoras: «Maestro, assai ten priego / e ripriego, che ‘l priego vaglia mille» [recita en italiano]. ¿Esto cómo lo traduces? ¿Cómo das cuenta de esta sonoridad? Pero es lo que decía Marta: quizá no puedas directamente trasladarlo, pero al buscar una solución estás ganando algo, y el lector estará entendiendo esa misma intencionalidad.

¿Qué deberíamos entender por un texto bien traducido? ¿Hay que subordinar tu estilo al del autor o son necesarias ciertas licencias?

R.: Si un texto está bien traducido lo notas, igual que si está bien escrito: no tropiezas, el texto fluye. Si, por el contrario, está concebido para que no fluya, no lo hace y notas enseguida que es una marca de estilo… percibes una coherencia en el texto. Cuando hay algo que te chirría es que o está mal escrito o está mal traducido. Pero evidentemente traducir es tomarse licencias. Intento respetar al máximo la sintaxis del original, me gusta mucho conservar su arquitectura. Las licencias las tomas cuando ves, por ejemplo, que hay algo que con una nota al pie no va a quedar bien, y entonces tienes que buscar otra solución.

C.: También es muy relevante la puntuación. Traducir también es puntuar. Para darle el tono al texto, además del estilo y las palabras que elijas, la puntuación define el propio texto. Una puntuación respetuosa y coherente con el texto original hace que lo puedas leer de forma fluida. Pienso ahora en los neologismos. Si en el original hay un neologismo, me gusta encontrar la forma de trasladarlo.

Aunque lo tengas que crear, que tiene que ser un disfrute.

C.: Totalmente, pero dentro de ese marco único que es ese texto.

R.: Traducir bien no siempre quiere decir hacer que un texto suene bien, que sea eufónico. Si el texto original es cacofónico, hay balbuceos, anacolutos y frases inacabadas, sería impensable transformarlo. Hay que captar la intención del autor y llevarlo a tu idioma respetando esa intención.

C.: Jhumpa Lahiri, ganadora del Pulitzer, escribió un librito en italiano titulado In altre parole. Me pidieron traducirlo al castellano, y lo que ocurre es que el italiano no es su lengua materna, por lo que su italiano, y así lo explica ella, es muy directo, la sintaxis reproduce la del inglés… Pues a la hora de traducirlo al castellano me planteé justo lo que Marta dice. No es un texto que en castellano suene precioso, bonito o rico, pero sí es respetuoso con el original.

R.: Ese libro es maravilloso.

C.: Es un libro que me impactó, porque habla de cómo descubre el italiano y cómo, a través de esta lengua, se descubre a ella misma y su relación con el inglés. Dice que para ella sumergirse en el italiano es poder cruzar un lago de una orilla a la otra, y traducir en cierta manera es eso.

R.: Sí, traducir es coger un texto de una orilla y llevarlo a la otra. Es una metáfora buenísima.

C.: Y esa es su etimología, tra-ducere, guiar a través de.   

Marilena, ¿qué significa Pirandello para ti? ¿Cuánto tardaste en traducir las dos mil trescientas páginas de sus cuentos completos?

C.: Fueron dos años y medio intensos, daba muy pocas clases y solamente me dedicaba a traducir. Fue vocación y pasión pura. Pirandello es uno de mis maestros. Y luego hubo un trabajo de revisión… los correctores de Nórdica me pasaban los textos y tengo fotos en las que estoy sumergida en galeradas.

Y, como eran pocos, añadiste cinco o seis más.

C.: Y además el prólogo, porque para mí era importante que el lector español pudiera contextualizar los textos y ofrecerle una guía de lectura, acompañarle en la lectura de ese universo tan amplio.

¿Cuál es tu cuento favorito?

C.: ¡Es muy difícil! Quizá «El avemaría de Bobbio», porque es muy irónico. Es la historia de un abogado ateo que un día se despierta con dolor de dientes. Entra en la iglesia para rezar un avemaría y se le pasa el dolor. Pero, más allá de la anécdota del cuento, lo interesante es cómo pervierte la mirada, toda situación siempre tiene una duplicidad y una densidad que permanece desconocida. Y para mí esa es una muy buena metáfora del lenguaje, cada palabra siempre tiene su doble, que está en la sombra, y la labor del traductor es hacer que esa sombra sea iluminada gracias a la nueva lengua que le está atribuyendo.

En Yale montaste con los alumnos una obra de Pirandello. ¿Cómo fue la experiencia?

C.: Durante un semestre estudiamos Seis personajes en busca de autor y luego la pusimos en escena. Y fue maravilloso. Aprendí muchísimo a través de las preguntas de los estudiantes. Yo ya había estudiado a los personajes, pero ver a estos estudiantes saboreando el proceso de entrar en el texto y representarlo fue un descubrimiento.

¿Qué son los Performance studies y por qué no los hay aquí?

C.: Pensamos en los estudios de performance como en una disciplina necesariamente académica. De hecho, cuando me doctoré solicité varias becas posdoctorales porque quería seguir con esa investigación. Había conseguido que me admitieran en el grupo de investigación de la Universidad de Nueva York, que es donde nacieron esos estudios, pero no me concedieron ninguna beca. Y en los informes me decían que estaba pidiendo una beca para una disciplina que no es académica. Y es que los estudios de performance son transdisciplinarios, no son una disciplina sino una mirada acerca de los acontecimientos en la literatura, y beben de la lingüística, de los estudios literarios, de la sociología, de la antropología, de los estudios de traducción… y proporcionan una oportunidad de interpretar interacciones humanas en nuestra relación con los textos a partir de la ritualidad. Lo que estamos haciendo aquí es una performance, porque compartimos unos códigos, estamos representando ritualmente a partir de estos códigos, y este tipo de mirada nos ayuda a ser conscientes de que existe esta representación compartida.

¿Pero la parametrizáis?

C.: No, no se describe, se interpreta, pero en la relación con otras culturas, se integra dentro de los estudios culturales. Pensamos en performance en relación con el arte, y ahí nace: las artes plásticas del siglo xx y las vanguardias. Y el concepto viene de ahí, pero se traslada después a todo tipo de textualidad. Ahora estoy bastante desligada, aunque sé que hay investigadores que están trabajando en esta línea. En España no, y en Italia tampoco, pero en Francia sí, y en México hay mucho.

Marta, tuviste un flechazo literario con Liudmila Ulítskaya. ¿Cómo conociste su obra? ¿Cómo te surgió la oportunidad de traducirla en Anagrama?

R.: Estaba en tercero de Filología Eslava y me fui a San Petersburgo a estudiar ruso. Entré en Dom Knigi, una librería muy conocida, y me pasó eso tan extraño que sucede a veces, que notas que hay un libro que te está llamando. Lo cogí y me gustó, aunque entendía poco, pero lo guardé. Y durante mi estancia allí fue el libro que intenté leer. Cuando estaba a punto de acabar la carrera, escribí un correo electrónico a Herralde presentándome y diciendo que quería traducir del ruso. Me citó en la editorial y me preguntó qué me gustaría traducir. Yo en ese momento estaba traduciendo un texto de Dovlátov, y le dije que Dovlátov o Ulítskaya. Me repreguntó que con cuál me quedaría, y la elegí a ella. Y Herralde compró de golpe tres títulos de esta escritora basándose en esa recomendación, aunque también encargaría algunos informes de lectura, claro. Pero me dio la oportunidad, sin tener apenas experiencia, de volcar las obras de esta autora. Lamentablemente es poco leída en España.

¿Nos animas a leerla?

R.: Sí, me gusta mucho la última que traduje para la editorial Alba: Daniel Stein, intérprete. Es una obra grandiosa y compleja, con muchos escenarios y diferentes épocas… Ulítskaya es una de las grandes. Su nivel de reconocimiento en Rusia sería, por buscar un equivalente en español, como el de una Almudena Grandes.

El capítulo que más me ha gustado de tu libro es el de Tsypkin. ¿Has estado en Baden-Baden?

R.: No, si hubiera estado habría metido la foto [risas]. La de Tsypkin es una historia excepcional. Leonid Tsypkin era un científico, formó parte del equipo que introdujo la vacuna de la polio en Rusia, y era un escritor para el cajón, porque era judío y su padre ya había sido represaliado, así que sabía que, para no meterse en problemas, lo mejor era no publicar nada. Además, tenía una obsesión casi patológica por Dostoyevski. Y, privado como estaba de toda posibilidad de viajar fuera de la Unión Soviética, se imaginó cómo fue el segundo viaje que Dostoyevski hizo, acompañado de su mujer, por Europa. Tsypkin se subió a un tren de Moscú a Leningrado y mezcló ese viaje suyo a finales de la década de 1970 hacia el Leningrado soviético con el periplo que los Dostoyevski hicieron un siglo antes por Europa. Es formidable. Lo que pasa es que para entenderlo bien hay que tener un poco de conocimiento de la vida de Dostoyevski, porque Tsypkin da muchas cosas por sentado. Ese es el grado de detallismo que encontramos en Leonid Tsypkin, además recreado de manera dolorosa, porque no le dejaban salir del país. Solicitaba constantemente el visado porque quería emigrar de la URSS, como hizo su hijo, pero se lo denegaban, y como no pudo viajar se sirvió de su imaginación.

No lo vio publicado, ¿no?

R.: Verlo, no. En la edición española de la novela hay un prólogo de Susan Sontag en el que explica que sí tuvo noticia de que había visto la luz en Estados Unidos. Murió días después de saber que lo habían publicado en un semanario de Nueva York, le llamó su hijo para comunicárselo.

Papá, ya te puedes morir.

R.: Además, murió traduciendo. Literalmente, estaba sentado a su escritorio cuando le dio un ataque al corazón. Lo habían echado del trabajo y se ganaba la vida haciendo traducciones médicas…

Marilena, has traducido al italiano a la española Angélica Liddell. ¿Colaboraste con ella durante la traducción?

C.: En un par de ocasiones sí le he preguntado, porque ella tiene un lenguaje muy específico, si cojo un texto suyo lo reconozco como tal, es muy particular. Le pregunté respecto a un neologismo, le expliqué lo que se me había ocurrido y le pareció bien. Lo interesante es que a veces me envía grabaciones para que yo, escuchándolas, sepa cuándo hay que cortar.

Supongo que para ambas traducir a un autor contemporáneo al que le puedas preguntar cosas es un regalo.

R.: En parte sí y en parte no, porque si el autor es muy quisquilloso…

C.: También porque no quieres molestar.

R.: Me pasa a mí ahora. Estoy traduciendo una novela de Elif Batuman, una escritora americana de origen turco muy interesante, y me he encontrado con dudas que me han llevado a consultárselas. Pero, a no ser que sea estrictamente necesario, lo evito.

¿Y os habéis encontrado en casos en los que hubierais querido preguntar algo pero el autor ya había fallecido o no había manera de contactar con él?

R.: Me hubiera gustado tomarme algo con Vasili Grossman. Cuando traducía Vida y destino, alguna noche soñé que conversaba con él. Es un escritor que siento muy próximo. Acabo de traducir otro libro suyo, la crónica de un viaje que hizo a Armenia al final de su vida, y he tenido la misma sensación. Ha sido como cuando te reencuentras al cabo de unos años con alguien que significó mucho en tu vida. Esto solo me ha pasado con Grossman, que, aparte de ser un gran escritor, tenía un gran corazón.

Y a Marilena con Pirandello.

C.: Sí, me hubiera encantado conversar con él.

¿Y preguntarle cosas que te han surgido durante tu trabajo en su obra?

C.: Sí, pero cosas relacionadas con su forma de ver el mundo, cómo se le ocurrió tal cosa, qué estaba haciendo cuando pensó otra… pero sobre todo me habría gustado preguntarle por sus lecturas.

¿No hay ninguna biografía donde él lo cuente?

C.: Tenemos una biblioteca que se ha conservado y entonces sabemos que le interesaban los filósofos, las etimologías, el griego y el latín… pero no tenemos datos concretos.

R.: Para profundizar sobre las preferencias de un autor son muy útiles las marginalia, las anotaciones que se hacen al margen en los libros que conforman la biblioteca personal de un autor. En mi libro incluyo una foto que hice del ejemplar en francés del Quijote de Voltaire, conservado en la Biblioteca Nacional Rusa de San Petersburgo. En la foto se ve una glosa de puño y letra del filósofo francés que dice: «Esto me parece que no está bien traducido». Es formidable.

Entonces, en el caso de ambas, el querer conocer al autor es más por idolatría que por temas profesionales.

C.: Tampoco idolatría, es esa admiración y esa confluencia, sintonía, que sientes con el autor a partir de sus textos, que te están hablando de él.

R.: No concibo la relación autor-traductor como profesional. Me ha tocado traducir muchos libros que fueron producto de muchos años de trabajo, como Vida y destino o El doctor Zhivago

Y El maestro y Margarita le llevó más de una década…

R.: Sí, unos doce años. Entonces, eso no lo puedes concebir como algo profesional, siento que me ha caído en las manos el legado de una vida. No es profesional, es una cuestión de sensibilidades, de sintonía…

Marilena, ¿el sector editorial italiano se interesa más por el teatro que el sector editorial español?

C.: No creo. El problema es que no estamos acostumbrados a leer teatro. No estamos entrenados para entender el paso entre una acotación, una intervención del autor…

Shakespeare es teatro y la gente lo lee.

C.: Pero porque es canónico.

R.: En España La Uña Rota ha editado las obras de Juan Mayorga.

C.: Y de Angélica Liddell también.

¿Leer a Mayorga puede ser tan divertido como leer El mercader de Venecia?

C.: Claro, y no solamente divertido, sino que te va a dar claves para interpretar lo que estamos viviendo. Son textos que se están escribiendo desde una mirada contemporánea a la nuestra.

R.: Hay cosas en teatro contemporáneo que, aunque no soy ninguna experta, creo que superan lo que se hace en narrativa.

Mentalmente no estamos hechos para su lectura.

C.: No estamos entrenados. Es un texto hecho para la representación, y, una vez que el texto se entrega, siempre hay varios niveles de interpretación: el editor, el traductor, los lectores, el librero y todo el circuito que se genera. Hay un director, unos actores que lo interpretan, nosotros como público cuando vamos al teatro, pero también como público lector, y la crítica. Un texto teatral tiene tantas capas de interpretación que no estamos acostumbrados a detectar… Pero sí tenemos las herramientas, sin duda.

R.: Si existiera la manera de ver teatro sin tener que asistir al lugar donde se representa la obra… Como lo que están haciendo ahora los cines de mostrar sesiones del Bolshói, de ballet. Quizá llegue el momento en que vayamos al cine a ver teatro, aunque ahora recuerdo que ya se está empezando a hacer…

Antes en Televisión Española se ponían obras de teatro.

C.: Sí, en Italia también.

R.: Si se mostraran producciones modernas e innovadoras, podría ser apasionante.

¿Es cierto eso de que a los traductores solo se les cuida en las editoriales independientes o pequeñas?

[Risas de ambas]

No comment, ¿no?

C.: Yo te puedo hablar de mi experiencia con Nórdica, donde el editor, Diego Moreno, fue increíblemente generoso y valiente. Pero quiero destacar la labor de los correctores. Se piensa mucho en el traductor, pero también el corrector de estilo y el corrector ortotipográfico te ayudan, porque te hacen ver el texto desde una mirada que no está viciada. A lo mejor has estados días pensando cómo rindes una frase y luego te da la clave. O no, pero el mismo hecho de que haya este diálogo en los márgenes de la página te desafía y cuestiona, y eso es muy positivo.

R.: La mayoría de editores son bellísimas personas [risas]. Pero también te encuentras gente que no entiendes que, siendo editores, puedan tener una visión del texto tan alejada de lo que es. Hay algunos, la minoría, cuya máxima prioridad es que entregues la traducción en una fecha determinada. Pero es que la traducción no es matemática pura, quizá el texto te lleva más tiempo porque es más complicado de lo que parecía. Para mí los peores momentos de este oficio son cuando te encuentras con que el editor no rema en la misma dirección que tú.

Últimamente, sobre todo en las editoriales pequeñas, aparece en portada el nombre del traductor, mientras que antes estaba medio escondido junto al ISBN y el copyright.

C.: ¡Es verdad!

R.: No me hace particular ilusión que mi nombre aparezca en la portada, pero es una cuestión de coherencia, ahí está tu nombre tanto para los aciertos como para los errores. Y creo que es normal que aparezca junto al del autor, pero no por una cuestión de ego, sino de responsabilidad. Y también para que los lectores no se olviden de que están leyendo una traducción. Lo ves mucho en las reseñas. «Tiene un estilo…» A ver, recuerda siempre que lo que estás leyendo es una traducción de esa novela.

¿Qué haríais si estáis traduciendo algo, consultáis una traducción previa y veis que han resuelto mejor alguna palabra o frase complicada?

R.: Yo consulto todo lo que hay, para bien y para mal. Es un trabajo extra. Prefiero traducir cuando no hay una versión anterior en español, porque me siento más libre. Cuando hay ya una traducción anterior, la consulto en los pasajes problemáticos y, si veo que el traductor se ha aproximado a una buena solución, pues, honestamente, me sirve para tratar de alcanzar una decisión mejor, si es posible. Sería ilógico no aprovechar los recursos existentes, el trabajo previo de los colegas. Yo espero que, dentro de unos años, quien traduzca una obra que yo haya vertido anteriormente pueda consultar la mía, sobre todo si es un clásico, pues el nombre de traducciones que hay de un título importante da buena cuenta de la salud de una cultura. La cultura no son compartimentos estancos, la vamos construyendo entre todos.

C.: Y estamos dialogando. Dialogas con ese texto.

¿Llegará algún día en que una máquina pueda traducir igual o mejor que una persona?

R.: En las aplicaciones prácticas se impondrá. Cuando viajo, cada vez veo a más gente que habla a su móvil en su idioma y se oye automáticamente la traducción preguntando por una habitación de hotel o cualquier otra cosa. Pero en cuanto a la traducción literaria es imposible.

C.: Se perderían todos tus referentes. Cuando te decides por una palabra, en ella está tu historia, tu lengua, tu biografía, tu cultura, tus conversaciones… eso se perdería.

¿Traduciríais vuestras propias obras?

C.: Sí.

R.: Yo también. De hecho, estoy traduciendo En la ciudad líquida al catalán. Cuando traduces una obra propia, es imposible no caer en la tentación de introducir cambios, y como el texto es tuyo te tomas todas las libertades. De hecho, no sé si eso sería una traducción o una adaptación. Nabokov es el ejemplo paradigmático de esto. Las memorias que hoy conocemos como Habla, memoria, primero las escribió en inglés y luego las tradujo al ruso con el título Druguie Beregá (Otras orillas). Mientras las vertía al ruso, al darse cuenta de que había cometido errores en la versión original, decidió reescribirlas en inglés, así que se puede decir que escribió el libro tres veces.

C.: Jasmina Tešanović, escritora serbia, publicó en España un texto maravilloso llamado Matrimonium, que es el diario que escribió el año siguiente a la muerte de su madre. Toda su obra anterior, así como la posterior, la escribió en serbio, su lengua materna; pero para este diario eligió el inglés. Hay un momento del texto en el que dice que no puede escribir en serbio porque es el idioma en el que es juzgada, el idioma en el que la conoce todo su círculo más íntimo, así que elige el inglés porque es el idioma de la libertad. A mí eso me pasa, mi idioma adulto, el de mi formación, el amor y la familia es el castellano…

¿Y te enfadas en castellano o en italiano?

C.: ¡En napolitano! [Risas]

Por último, recomendadnos un libro que hayáis traducido.

C.: No ha salido todavía, pero el que he mencionado antes, En otras palabras, es precioso, es una joyita.

R.: Sí, es una maravilla. A ver, el crazón me pide Vida y destino, es una novela imprescindible para reflexionar sobre los totalitarismos del siglo xx. Y por el mensaje humanista que tiene. Todas las digresiones que hace sobre el bien, la bondad… me conmueve.

Pedro Álvarez de Miranda: «Los hablantes son los dueños del idioma, no lo es la Academia»

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Fotografía: Lupe de la Vallina

Esta entrevista fue publicada originalmente en nuestra revista trimestral número 14

Pedro Álvarez de Miranda, filólogo experto en lexicología y lexicografía, es catedrático de Lengua Española en la UAM e ingresó en la Real Academia Española en 2011 con la lectura del discurso En doscientas sesenta y tres ocasiones como esta, un apasionante relato de la historia de la RAE a través de los discursos pronunciados previamente. Ha dirigido la vigésimo tercera edición del Diccionario de la lengua española, cuya versión en papel fue publicada en 2014 y se puso en línea en octubre de 2015 con una estética y una funcionalidad mejoradas. En sus didácticos artículos publicados en la revista digital Rinconete del Centro Virtual Cervantes ejerce de divulgador de la lengua española con un poso de humor y una claridad expositiva que le definen y que espero que se perciban en la entrevista.

Según reza el Diccionario, inmediatamente después de publicada una edición, siempre se reanuda. ¿Ya se está trabajando en la siguiente edición?

Sí, ya se está trabajando. A lo largo de toda la historia del Diccionario ha sido así, al día siguiente de salir una edición ya se ha empezado a trabajar. Lo que pasa es que las circunstancias son distintas. No se puede ocultar que la situación actual es un poco particular. Aunque nadie ha dicho en la Academia que esta vaya a ser la última edición en papel, sí que es cierto que algunos periodistas lo han dicho e incluso lo han puesto en boca de algún responsable de la Academia. Por decirlo en los términos en los que lo plantea el director: si antes se hacía una edición en papel que se colgaba en la red, ahora se hará un diccionario electrónico del cual se harán versiones en papel. Cambia el punto de vista. Y sí que se está trabajando ya en lo que será la vigésimo cuarta edición, en torno a la cual hay todavía muchas incógnitas y probablemente estará ya diseñada y concebida como libro electrónico.

Otra de las noticias que habían surgido es que será de nueva planta.

Sí, también. Eso es lo más delicado. Es la decisión más difícil: si hay que hacer tabula rasa de toda esa tradición lexicográfica de tres siglos o no. Una tabula rasa absoluta es difícil de hacer, porque la Academia tiene que ser en cierto modo fiel a esa tradición. Ahí hay muchos interrogantes abiertos en estos momentos; pero sí, se habla de una nueva planta.

¿Puede explicar la diferencia entre trabajar como hasta ahora con un diccionario acumulativo, las ventajas y desventajas que plantea, las palabras en desuso que mantiene, etc., y cómo sería el nuevo según se está planteando?

Se está debatiendo mucho. Creo que el diccionario de la Academia no puede ser «contemporaneísta» o que refleje exclusivamente el español de hoy. Siempre se ha dicho que tiene que servir para interpretar a los clásicos. El problema no es tanto que contenga palabras desusadas, que las contiene con su marca —a veces—, sino que hay palabras que no llevan marca de desusadas y sin embargo lo están. O hay entradas que se incorporaron con un fundamento textual muy débil en un determinado momento por haber encontrado una rara palabra en un texto o en otro repertorio lexicográfico y que, como el diccionario es acumulativo, se han quedado ahí y están pendientes de una revisión profunda. Hay bastante lastre que hay que plantearse si tiene que estar o no; no por anticuado, sino por escasamente fundamentado. Es decir, las palabras que estén ampliamente documentadas en textos antiguos, y por tanto palabras con las que puede tropezar el lector de un clásico, por ahora, el consenso es que sí deben estar, con las correspondientes marcas de desusado, etc.

¿Depende de que esté totalmente operativo el diccionario histórico?

Para mí depende absolutamente de ese hecho. Me parece que el proyecto más importante que tiene la Academia entre manos en realidad es el diccionario histórico, porque permitiría manejar una información fiable de todas esas palabras. La operación de reconstrucción y de revisión que exige el diccionario histórico hay que hacerla para el diccionario común; pues hagámosla fundamentalmente para matar dos pájaros de un tiro: para elaborar el histórico y para que el diccionario común sea el resultado depurado de las conclusiones a las que se haya llegado sobre la historia de las palabras. Esto es algo que en otras lenguas se ha hecho. Los diccionarios que publica Oxford son tan buenos porque tienen detrás el respaldo del gran diccionario de Oxford, cuya segunda edición en papel ocupaba veinte tomos. Un diccionario estupendo de francés que es Le Petit Robert es tan bueno porque es la versión compendiada de un gran diccionario, Le Robert, de ocho tomos. En realidad el llamado ahora DLE o diccionario común de la Academia, en mi opinión, debería ser un resumen del gran diccionario histórico que no tenemos.

¿Y en qué punto se encuentra el histórico?

Después de varios intentos a lo largo del siglo xx, de grandes obras en papel, ahora la Academia inició un proyecto del llamado Nuevo diccionario histórico del español que dirige don José Antonio Pascual y del cual se ha colgado en la red una muestra muy interesante de unos mil artículos. Mil es poco, pero ya es algo. El problema está en que —esto se lo podría decir mejor don José Antonio— calculo que un diccionario histórico completo de la lengua española podría tener unas trescientas mil entradas. Para que se haga una idea, el diccionario común tiene unas noventa mil.

Cuando se presenta una edición suele ser noticia la anécdota de alguna palabra llamativa que se ha incluido. Sin embargo, en esta edición la revisión ha sido bastante profunda, como la moción de género, los americanismos… ¿Qué elementos suponen una mayor renovación?

Efectivamente, yo me alegro mucho de que usted se fije en aspectos que no son los triviales y anecdóticos en los que se suele fijar mucha gente y en torno a los cuales se montan a veces esas polémicas bastante absurdas, como el famoso amigovio. Los americanismos son un capítulo importante; el procurar incorporar la moción de género en las profesiones o actividades cuando efectivamente se documenta el femenino —no por cumplir con no se sabe qué imposiciones de no sexismo— bien con flexión, bien con moción a través del artículo. Hace mucho tiempo, la palabra taxista venía en el diccionario como masculino; por supuesto, no tiene flexión de género, pero evidentemente existe «el taxista» y «la taxista», por tanto la marca gramatical que debe llevar, y ya la lleva desde hace tiempo, es de masculino y femenino. Otra pequeña novedad de esta edición: hasta 2001 decía «común», ahora, creo que con buen criterio, dice «masculino y femenino». Poner la marca «común» podía llevar a ese error en el que algunas gramáticas incurrían de hablar de un género común. No hay más que dos géneros: masculino y femenino. También se hablaba de un género ambiguo; las palabras ambiguas llevan la marca «m. o f.», que no es lo mismo que «m. y f.». Estas sutilezas técnicas la mayor parte de la gente no las capta o no se da cuenta del trabajo que suponen y la importancia que tienen. Las marcas se han mejorado bastante, también las palabras gramaticales; queda por hacer una buena revisión en los verbos, que son mejorables. Se ha hecho también un tratamiento más racional de las variantes, se da información sobre la ortografía y sobre aspectos morfológicos de la palabra. Por ejemplo, sobre las variantes: si antes se consultaba sicología ponía psicología en negrita, que era una forma de indicar «véase». Pero el que consultaba la forma psicología directamente se quedaba sin saber que existe la variante sin «p», que a mí personalmente no me gusta, pero la Academia la da por válida. Ahora en una y otra forma indica «véase». Son pequeñas mejoras de técnica lexicográfica que dan su trabajo y que junto al incremento de voces, de americanismos, etc., puede decirse que ofrecen una edición bastante renovada. Aun así todavía es una edición muy deudora de toda esa tradición lexicográfica de la que le hablaba antes y requeriría una revisión más a fondo.

El DLE es considerado el diccionario normativo de la lengua española. Sin embargo, tiene un evidente carácter descriptivo que a veces genera problemas de interpretación por parte de los usuarios. ¿Podría explicar cómo se trabaja el léxico en contraposición a otras disciplinas prescriptivas como la ortografía?

De los ámbitos de actuación de la Academia el más claramente normativo es la ortografía. Ese sí que es normativo al cien por cien. La ortografía es una cuestión convencional. Es un código, como el de la circulación. En España se conduce por la derecha y en Inglaterra se conduce por la izquierda; da igual circular por la derecha o por la izquierda, pero hay que ponerse de acuerdo en que todos circulemos por un lado o por otro. Con la ortografía pasa algo parecido. Determinadas palabras se escriben con b y otras se escriben con v, no es que sea arbitrario y convencional, hay razones etimológicas e históricas para que se escriban con una o con otra, pero la mayoría de las personas tienen que memorizar visualmente si una palabra se escribe con b o con v porque las dos representan un mismo fonema y, más claro aún, llevan tilde las agudas que terminan en n, s y vocal y las llanas que acaban en consonante que no sea ni n ni s; pero podría ser al revés. La Academia en un momento determinado decidió que esto es así y los hispanohablantes lo acatamos. Es cierto que hay lenguas que tienen una ortografía consensuada por tradición y que no tienen una institución que dicte normas ortográficas, pero nosotros sí la tenemos y lo bueno es que todos los países hispanohablantes la acatamos sin ningún cisma. Es muy importante que aseguremos la unidad ortográfica. En materia ortográfica soy ultraconservador, creo que tenemos una ortografía muy sencilla, muy racional y que lo mejor es no tocarla. Las pocas cosas que se tocan suscitan rechazo porque los hablantes también son muy conservadores y un cambio los irrita. Tardan mucho, a veces varias generaciones, en digerirse y asimilarse los cambios. Por ejemplo, la tilde de los monosílabos verbales fue, fui, vio y dio la quitó la Academia en 1959 y todavía hay algún despistado al que se le escapa la tilde. Porque las generaciones antiguas tenían ya grabadas esas tildes.

Tenía pensado preguntarle si está a favor de no poner tilde al adverbio solo, porque estoy haciendo un censo de académicos rebeldes. Aunque sé su opinión porque tiene publicado un artículo donde lo explica claramente.

No es que esté a favor, es que yo ya no la ponía porque me atenía a lo que decía la Academia: que solo se pusiera en los casos de anfibología; y los casos de anfibología son poquísimos. Si se presentaba un caso la ponía pero no sistemáticamente como hacían las imprentas. Porque esto era cosa de las imprentas. De hecho, en cosas mías me ponían la tilde contra mi voluntad, porque mi original no la llevaba, pero se ve que decían «este tío no sabe escribir»; yo en las pruebas la quitaba y a veces ponía un comentario «por favor, que no es obligatoria esta tilde, no me la pongan» y a veces la volvían a poner porque no les convencía. En 2010 no ha hecho la Academia sino ratificarse en el carácter no solo no obligatorio, sino que en 2010 se queda al borde de decir que no se ponga nunca.

No ha tenido el valor.

No ha tenido el valor de decir que no se ponga nunca, pero viene a decir «no es necesaria ni siquiera en los casos de anfibología». El otro día había un titular de El País que era un caso muy bueno. Decía «Rajoy gobernará solo si su lista es la más votada» y quería decir que gobernará solamente si su lista es la más votada. No llevaba tilde, por tanto lo primero que leí es que Rajoy gobernará solo, es decir, no en coalición. Es un caso precioso de anfibología. No llevaba tilde porque El País está siendo bastante obediente. En cambio, por curiosidad me metí en la página de El Mundo y me encontré exactamente el mismo titular con tilde. Bueno, pues yo creo que la tilde ahí es muy oportuna porque yo pegué un bote pensando «¿Que Rajoy gobernará solo? Más quisiera». No obstante, hay razones para esa norma del solo y si se ha leído mi artículo ya conoce mi opinión. Pero volvamos a los diccionarios. En el terreno de los diccionarios la normatividad es mucho menos clara porque la lengua no está sujeta a un dictado convencional de normas, sino que los hablantes son los dueños. Volviendo al símil de antes, la DGT tiene que regular el tráfico y poner normas, pero no puede imponerme si llevo un coche rojo o azul, de una marca o de otra. La libertad es muchísimo mayor en el terreno del léxico. Usted ha mencionado dos palabras fundamentales en esta cuestión: lo normativo y lo descriptivo; muchos lingüistas tenemos claro que el único enfoque lógico del estudio de la lengua es el descriptivo y que la norma emana de la descripción. No puede haber normas si no hay una buena descripción previa, porque la descripción de los usos normales, eso, es la norma. La norma no se basa en una imposición exógena, sino que emana de la propia lengua, en definitiva, de la voluntad de los hablantes y lo que hacen las autoridades gramaticales, la gramática de la Academia y la que se enseña en las escuelas, es sancionar o codificar una determinada norma que emana del uso. Los hablantes son soberanos en el terreno gramatical y en el terreno léxico. Esto es así, los hablantes son los dueños del idioma, no lo es la Academia. Cuando me dicen «¿Se puede decir tal palabra?», contesto: «Dila, ¿has podido? Pues se puede decir». La Academia no puede poner multas por el uso de las palabras, ni por el uso del laísmo ni por nada. Ahora, el laísmo no tiene el prestigio de la norma culta del español y, por tanto, una persona que quiera atenerse a la norma culta puede recurrir a la gramática que describe ese uso. Este uso no es prestigioso en la mayor parte de los países hispánicos y por tanto se recomienda evitarlo. Si usted quiere emplearlo, empléelo, no pasa nada. El paso que ha dado la Nueva gramática es impresionante. Son cuatro mil páginas de descripción del uso y de esa descripción emanan recomendaciones normativas, no imposiciones. Lo curioso es que a la gente le gusta que la Academia sea más normativa de lo que es. Hay una obra de la Academia que sí es puramente normativa: el Diccionario panhispánico de dudas, y a la gente le gusta.

Lo que pasa es que está muy desactualizado.

Sí. Yo lo vengo diciendo ya desde hace mucho tiempo. Es de 2005 y en diez años las obras normativas se quedan anticuadas. Además, no coincide con la propia doctrina ortográfica y gramatical de Academia. En estos momentos está ya prevista la segunda edición del DPD, pero me parece una de las tareas más urgente que tiene la Academia. En cuanto al léxico, pues ocurre lo mismo que con la gramática. A mí me parece que el mejor diccionario que podría hacer la Academia sería un diccionario que fuera tan rigurosa y exhaustivamente descriptivo y tan suavemente normativo como es la Gramática. Pero el léxico es bastante más complicado, la codificación lexicográfica es más rígida que la de una gramática y la diversidad dialectal regional e hispanoamericana es muy compleja, aunque la gramática lo ha resuelto bien. También se está pensando en una segunda edición de la Gramática, siempre se puede decir que todas estas obras son mejorables y al día siguiente de ser publicadas ya se empieza a trabajar. Ignacio Bosque tiene recogidos muchos materiales para cosas que le gustaría matizar, modificar o mejorar.

Con frecuencia los hablantes plantean quejas sobre términos que según su percepción no están reflejados de forma adecuada. Por poner un caso típico: el significado de «bizarro», que tiene muchos registros literarios con el significado de «valiente» pero que se percibe con el significado de «extraño» aunque tiene registros limitados. Me gustaría que describiera el proceso por el que se decide qué palabras y acepciones entran o salen del diccionario, a qué fuentes se recurre, etc.

Ese ejemplo que pone es el de una palabra que está adquiriendo tal vez un significado nuevo por un fenómeno que se llama préstamo semántico. El inglés bizarre está trasfiriendo a su cognado español un significado que no tenía. Ahí depende de hasta dónde queramos tener la manga ancha en cuanto a los anglicismos semánticos, que es lo que es esto, no un calco como lo llaman algunos; como ocurre con doméstico, o como ha ocurrido con sofisticado, que tenía un significado que no es el que ahora cada vez más tiene y ya está recogido en el Diccionario, el de «complejo técnicamente». Desde luego yo voy a procurar evitar siempre usar «vuelos domésticos» en lugar de «vuelos nacionales», porque si ya tenemos la manera de decirlo en español no aporta nada y sí que es una forma subrepticia de penetración de la influencia inglesa. Y lo mismo podría decir de bizarro, pero en general soy bastante tolerante. No me rasgo las vestiduras ni por los neologismos absolutos ni por los neologismos semánticos ni por los préstamos ni por los calcos, porque las lenguas evolucionan así, a golpe de préstamo, de imitación, de influencia… Los que somos historiadores de la lengua tenemos una visión bastante relativizadora de todos estos alarmismos. En el siglo xviii hubo voces que pronosticaron que la lengua española iba a desaparecer a manos del francés, y no fue así. La lengua española sobrevivió a una enorme influencia del francés y creo que también sobrevivirá a la influencia del inglés. La gente tiene una tendencia natural al purismo. Yo lo comparo con el racismo: a nadie le gusta reconocerse purista, pero sin embargo hay bastantes.

De hecho, hay tantos puristas que se suele decir que la RAE «ha bajado el listón». Usted, que es conocedor de la historia de la Academia, ¿tiene la percepción de que sea menos conservadora?

En general yo creo que la Academia tiene la manga más ancha que antes porque se va haciendo más descriptiva que prescriptiva —dejemos la palabra normativo, una variante de la normatividad es la prescripción—. Pero aún hay gente que tiene esa percepción de que lo que no está en el diccionario no se puede decir.

Esto de que el Diccionario se considere poco menos que el certificado de que algo existe o no y que incluso se haya pretendido usar en alguna ocasión para dirimir cuestiones legales refleja un reconocimiento de autoridad que debe de ser gratificante, aunque un poco desproporcionado.

Sí, a mí me resulta desproporcionado, pero el caso es que es así. Sin buscarlo la Academia, yo creo, el acatamiento es impresionante. Pero los que somos profesores de lengua hay una palabra que en nuestras clases no empleamos nunca, que es la palabra «correcto». Esa palabra para un lingüista no tiene mucho sentido.

Es cierto que los lingüistas suelen ser más tolerantes pero al usuario le gusta…

Sí, al usuario le gusta el palmetazo en la mesa [ríe]. Por eso me parece útil el Diccionario panhispánico de dudas, que dice esto es así y utiliza la famosa bolaspa para los usos condenables. Aun así, el modelo de diccionario en el que el DPD se inspiró claramente y que es una obra que yo admiro muchísimo, el Diccionario de dudas y dificultades de Manuel Seco, se publicó por primera vez en 1960 y con el tiempo se fue haciendo cada vez más tolerante. Lo cual es un indicio de la sabiduría de don Manuel Seco, que se dio cuenta, como todos los que estudiamos la lengua con cierta calma, de que no se puede someter al maniqueísmo de lo negro y lo blanco, sino que hay una gama de grises. Hay gente que me ha dicho «a mí el Diccionario de dudas no me saca de dudas», pues léelo con atención y verás cómo sí suele orientar el uso. Ese verbo es muy importante; no se trata de prescribir, sino de orientar el uso. El Panhispánico en eso es un poco más radical, pero el Diccionario de dudas te dice qué posibilidad es preferible. Pero la no preferible te la ilustra con un texto de Ortega o de Delibes —y si no son modelos de lengua quién va a serlo—, lo que pasa es que en esa ocasión optaron por la opción menos preferible en opinión de Seco, pero, para que no se diga que la menos preferible es absolutamente condenable, ahí tiene un texto de un escritor prestigioso que la ha usado. Decida usted. La decisión es de los hablantes, pero a los hablantes les gusta que se lo den todo decidido.

Ahora que menciona a Manuel Seco, ¿me podría decir qué diccionarios, además del de la Academia, son imprescindibles?

Para mí, sin ningún género de dudas, el diccionario de Manuel Seco. Es un diccionario extraordinario. Ahora bien, hay que conocer sus características y sus limitaciones. Es un diccionario del español de España de la segunda mitad del siglo xx y principios del xxi. La primera edición se publicó en 1999 y su corpus de textos abarca desde 1955 hasta los años noventa. La segunda edición, que se publicó en 2011, ya penetra un poco en el siglo xxi. Es una radiografía extraordinaria, escrupulosamente descriptiva. Pero, ojo, es tan bueno descriptivamente, que para mí tiene una utilidad normativa también. Leyéndolo con inteligencia uno saca la conclusión de qué es lo normal. En segundo lugar, el diccionario de María Moliner ha gozado durante mucho tiempo de un prestigio enorme. En mi opinión —sin mengua de la gran admiración que siento por doña María Moliner como persona, como lexicógrafa y como autora de una proeza individual— ha estado un poco sobrevalorado porque no tenía competidores, solo había dos diccionarios: el de María Moliner y el de la Academia. El de Moliner era mucho más deudor del de la Academia de lo que parecía. Tuvo mucho mérito, pero su diccionario en gran parte se basa en el de la Academia. Sin embargo, el de Seco está hecho ex novo, no solo con una nueva planta, sino de nueva planta: partiendo de cero, haciendo tabla rasa de toda la tradición lexicográfica. Luego, el Diccionario Clave o el Lema están bien, el Diccionario Redes —que es otra cosa, no es un diccionario propiamente dicho— también es útil. Pero los dos que yo tengo al alcance de la mano son: evidentemente el de la Academia, que cada vez consultamos más todos en el ordenador o en el móvil, y el que no hay día que no consulte incluso más de una vez es el DEA, el Diccionario del español actual, que me parece una aportación magistral a la lexicografía española. Lo que mucha gente no sabe es que Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos tardaron treinta años en hacer ese diccionario. Treinta años de trabajo muy intenso.

En algunas épocas ha habido colectivos, como prensa o política, que han aportado un mayor número de términos como reflejo de su pujanza. ¿Detecta en la actualidad un foco de aportación de léxico nuevo? Siendo más ambiciosa: ¿tiene una interpretación de los últimos tiempos a través del léxico?

Es muy complicado porque nos falta perspectiva. Sí que se puede decir que, evidentemente, hay sectores de la lengua cuyo crecimiento es muy llamativo, como el léxico de la informática. Los coloquialismos de la lengua juvenil están calando bastante en la lengua común y los jóvenes son una fuente de enriquecimiento léxico. Yo no tengo esa visión negativa que tienen algunos de la lengua juvenil, diciendo que es muy pobre. No lo veo así. Finde, por ejemplo, que mis colegas académicos no quisieron aceptar contra mi opinión, me parece un hallazgo. Un apocopé de «fin de semana» que es mucho más económica —dos sílabas frente a cinco— y que ha penetrado en la lengua común.

En francés penetró hace mucho week-end y está aceptado.

Encima nos libra de un posible anglicismo crudo como weekend. En materia de léxico no acepto argumentaciones que no son argumentaciones, sino que son reacciones emocionales del tipo «no me gusta». Qué es eso de «no me gusta» o «qué feo»; es una combinación de fonemas como otra cualquiera. Todo lo nuevo suena extraño. Hay una palabra que define muy bien esto: misoneísmo, que es el rechazo o aversión a lo nuevo. Y ahí volvemos a lo mismo de antes: igual que las novedades en la ortografía suscitan rechazo, las novedades en el léxico suscitan rechazo. Otro ejemplo: una amiga psicóloga me dice «no aceptará la Academia esa horrible palabra: resiliencia». Bueno, resiliencia es un concepto técnico de la psicología, es la capacidad para recuperarse de un serio percance vital como puede ser un duelo. No es lo mismo que resistencia. Además también se habla de la resiliencia de los materiales. Me extraña que una psicóloga rechace esa palabra, porque sus colegas de otras lenguas la utilizan en inglés, en francés, en italiano; viene del latín… qué más quieres. Designa un matiz distinto que otros parasinónimos —términos próximos semánticamente—, pues bienvenida sea. El enriquecimiento del léxico permite la sutilización y la matización del pensamiento. No podemos cerrarnos al enriquecimiento del léxico y luego quejarnos de que cada vez es más pobre. A veces puede producir cierto escándalo que uno sea tan tolerante, pero repito que la visión histórica de los hechos es esa. Los artículos que publicaba don Fernando Lázaro Carreter, El dardo en la palabra, que empezó a publicar en los años setenta en el diario Informaciones, cuando los publicó en libro, él mismo tuvo que reconocer en el prólogo que alguna de las cosas contra las que había clamado ya eran normales.

Las polémicas que suelen surgir de forma reincidente en los medios de comunicación sobre el diccionario —como la infinita de la almóndiga— y sobre otras obras de la academia, que en muchos casos responden a su desconocimiento, ¿pueden deberse a una deficiencia en la divulgación de temas relacionados con la lengua o en la comunicación de la propia academia?

Se frivoliza mucho. La gente no tiene el reposo para pensar las cosas con un poco de calma. Yo he tenido que explicar muchas cosas y en los artículos de Rinconete trato de hacer bastante pedagogía. Pero las cosas no se pueden despachar de un plumazo. Por poner un ejemplo al que también le dediqué un artículo, cuando tienes que explicar que aparece una variante almóndiga porque existió y estuvo documentada y que la vacilación fonética m/b es relativamente frecuente, igual que tenemos una palabra vagabundo que dio lugar a una variante muy curiosa que implica una etimología popular: vagamundo, que es una palabra muy bonita porque, aunque viene del latín vagabundus, la interpretación popular es la de «que vaga por el mundo». Es decir, la etimología popular ha alterado el significante. La gente no tiene paciencia para escucharte este tipo de explicaciones. Cuando te dicen que solo falta que la Academia acepte «cocreta»… pues no lo ha aceptado porque esa forma no ha rebasado el nivel de vulgarismo, pero se me ocurrió estudiar un poco la historia de la palabra y estuvo a punto de triunfar, en el siglo xix hay muchos ejemplos, pero la norma culta acabó imponiéndose. Hay un ejemplo precioso para convencer a la gente de que no se puede ser dogmático en estas cuestiones, que es cocodrilo. En latín era crocodilus, pero la r dio un salto de sílaba, lo que se llama metátesis. Puristas y misoneístas los ha habido siempre. Hay un documento muy interesante que estudian los expertos en latín vulgar, el llamado Appendix Probi, que es interesantísimo porque es un escriba que nota que el latín está evolucionando, que se está «estropeando», y va diciendo cómo decir y cómo no decir algo; y lo que dice que no se diga está en el origen de toda la evolución de las lenguas románicas. Es un hombre que se desespera de ver cómo el latín se corrompe o se deforma o evoluciona. Pues claro, bendita evolución, de ahí salieron las lenguas románicas. No podemos poner diques a la evolución de la lengua y a veces es caprichosa, la r de cocodrilo ha cambiado de posición y en cambio la r de croqueta no ha cambiado, pero pudo hacerlo y finalmente la norma lo impidió. La tendencia conservadora fue más fuerte que la tendencia innovadora.

Otras polémicas han motivado rectificaciones y, según he leído en algún titular, estamos ante el diccionario menos machista de la historia. Sería muy alarmante que fuera al contrario. También se están incorporando académicas de forma exponencial. ¿Es un propósito de desagravio?

El problema del Diccionario no es que fuera más o menos machista, sino que en muchos casos ha requerido y sigue requiriendo una revisión, como hablábamos antes de la flexión o moción de género en los sustantivos. En otros casos hay una falsa percepción cuando se acusa al Diccionario de machista cuando lo que es machista es la lengua. Si el diccionario es bueno, refleja una realidad que puede ser machista o sexista, pero de la cual el lexicógrafo no es el culpable. No se puede matar al mensajero. La gente cree que hay que cambiar el diccionario para que cambie la sociedad; lo que es evidente es que hay que cambiar la sociedad. Cuando cambie la sociedad, cambiará la lengua y cambiará el Diccionario, pero no podemos empezar la casa por el tejado. El diccionario es el último eslabón de la cadena y, desde luego, cuando el lexicógrafo —no ya el de la Academia, sino Seco o cualquier diccionario competente— refleja un hecho de la lengua que es machista está reflejando una realidad. En cuanto a la entrada de mujeres en la Academia, yo creo que ya deberían dejar de llevar la cuenta. Ahora han dicho que es la undécima, me parece. Ya empieza a no tener tanta gracia la cuenta. Yo no soy partidario de elegir a una lingüista o a una novelista o a una economista, sino a un economista y que sea secundario que sea hombre o que sea mujer. Eso es lo ideal, pero es cierto que todavía el porcentaje es bajo. No se puede decir «la undécima mujer en tres siglos» porque de esos tres siglos hasta 1978 no entró ninguna. Bueno, mejor dicho, sí entró una en el siglo xviii, la académica honoraria por voluntad de Carlos III doña Isidra Quintina de Guzmán y de la Cerda. Pero, al fin y al cabo, la primera mujer que entró en la Academia Española lo hizo un poco antes que la primera que entró en la Academia Francesa, que fue Marguerite Yourcenar. Tampoco se puede decir que la Academia Francesa sea un modelo. Yo preferiría que ya no se llevara la cuenta, pero evidentemente los periodistas la siguen llevando.

En octubre se presentó la versión digital de la vigésimo tercera edición del diccionario con notables mejoras y patrocinio privado. ¿El futuro del diccionario y de las obras académicas está encaminado a este tipo de financiación?

Hombre, es muy claro, realmente la edición en papel se ha vendido mucho menos que la anterior. Con mis estudiantes de Lexicografía del curso pasado era una lucha, porque yo les decía que tenían que consultar el diccionario de la Academia en papel porque no lo teníamos en otro soporte; si no es comprado, en la biblioteca. Se resistían, seguían sacando el móvil o la tableta consultando la vigésimo segunda edición, la de 2001. Van a ser filólogos, tienen la obligación de consultar la versión en papel como también tienen la obligación de consultar el diccionario de Seco, que no existe más que en papel. Ahora ya existe la versión electrónica y ya sí que nadie lo va a comprar, porque si no lo compraban cuando era la única que había… Entonces, ese patrocinio es vital para la Academia porque, evidentemente, todo el mundo está de acuerdo en que lo que no puede hacer es cobrar por la consulta. Sería un escándalo y cuando una cosa se ha dado gratuitamente ya no se puede dar marcha atrás.

Como relata en su discurso de ingreso, a lo largo de la historia la Academia ha esquivado injerencias políticas para mantener su independencia. ¿Podría suponer un riesgo similar el vínculo con entidades privadas?

Yo creo que la independencia de la Academia no corre peligro por un patrocinio privado. Creo que tampoco corre peligro por la injerencia de los poderes públicos, porque a lo largo de tres siglos ha dado suficientes pruebas de que es un organismo muy peculiar. Dentro de la Academia soy de los que considera que no hay que perder el carácter público y deseo una institución que esté incardinada en el Estado. No en la Administración, sino en el Estado. Es que realmente es casi más antigua que el propio Estado, es una creación de la corona de 1714, cuando el Estado, tal y como hoy lo conocemos, apenas existía. La asignación que los Presupuestos Generales del Estado le dan a la Academia ha bajado muchísimo en los últimos años y a mí esto me parece mal. Soy de los que no se resignan a que nos acostumbremos. Creo que si vinieran épocas de presupuestos más expansivos debería volver a recuperar esa cifra, pero hay quien dice que eso ya no se va a recuperar nunca e incluso quien añade «nos viene bien porque así no le debemos nada al poder» y así evitamos la tentación al poder de injerirse en nuestros asuntos. Yo no lo creo, creo que el poder debe aceptar la independencia de la Academia y debe, por decoro, contribuir de manera importante a la labor social que desarrolla. Esa disponibilidad del Diccionario en línea es un servicio público y si lo tiene que financiar ahora una entidad privada, creo que el Estado no debe hacer dejación de la parte de responsabilidad que tiene. La Academia desempeña un papel importantísimo en las relaciones internacionales con el mundo hispánico a través de la Asociación de Academias y creo firmemente que el Estado no debe dejar de su mano a la Academia. No concibo una privatización de la Academia. Y tampoco, por supuesto, toleraría ninguna injerencia del Estado a cambio de ese apoyo, porque no la ha habido nunca; de los únicos dos que lo intentaron, el que la ejerció claramente fue Fernando VII, que ya sabemos cómo se las gastaba, y el que lo intentó fue Franco, pero sin mucha energía, todo hay que decirlo. La Academia le plantó cara a Franco, no se la plantó a Fernando VII porque era demasiado «peligroso». Evidentemente, si en otras ocasiones ha plantado cara a quienes han pretendido interferir en sus asuntos internos, cómo no lo iba a hacer en una sociedad democrática.

El monopolio normativo de la RAE se basa en el prestigio y en parte en una tradición. ¿Cree que otra organización con los medios suficientes y con respaldo popular podría competir con la RAE? Por ejemplo, Google ahora tiene una herramienta de diccionario que no es el de la RAE y, sabiendo que cualquier usuario va a encontrar una definición con teclearla en el buscador, ¿podría ser una competencia?

Podría, podría; la verdad es que no conocía esa función de Google, y desde luego me consta que muchísimos de mis estudiantes consultan WordReference, Wikcionario y Wikipedia. Creo que en materia estrictamente de léxico, no de conocimientos enciclopédicos, el Diccionario de la Academia tiene todavía una posición muy envidiable de ser la más consultada, pero si la Academia no quiere perder ese liderazgo no debe nunca minusvalorar a posibles competidores que en el terreno del léxico le surjan y, como decía antes, esperemos que no le surjan en un terreno muy serio que es el de la ortografía. Creo que es bueno que haya una autoridad reguladora de la ortografía para no tocarla, porque es estupenda y los cambios suscitan rechazo, porque es panhispánica y porque estamos todos de acuerdo. La unidad ortográfica es importantísima, no se debe dar ninguna oportunidad a la aparición de ninguna rendija de discrepancia que dé lugar a un cisma ortográfico.

Política (lingüística) para construir la URSS

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Retrato de Lilya Brik, Alexander Rodchenko, 1924.

Existe entre algunos soviéticos la costumbre de equiparar las políticas llevadas a cabo por sus Gobiernos con los llamados Pueblos Potemkin. La política lingüística no es una excepción: en este contexto, Потёмкин —dígase [patiomkin]; la «o» en sílaba pretónica se pronuncia [a] y la «ë», con los dos puntitos arriba, suena [io], en fonética de andar por casa— se utiliza para explicar que los objetivos marcados por dichas políticas se cumplieron, pero que también se cometieron errores y aparecieron dificultades y resentimiento. Conozco el síndrome de Pueblo Potemkin por profesores de ruso educados en la Unión Soviética cuya lengua materna no es el ruso, personas que paradójicamente encarnan el éxito de la política lingüística soviética a la vez que su fracaso, pues huyeron de su tierra a la primera oportunidad. Que en sus familias no se usara el ruso como lengua vehicular tuvo que ver con que los educaran para no dejarse adoctrinar ni sucumbir al nacionalismo que fue refugio, pasaporte y motor de existencia de muchos otros. En sus casas se hablaba letón, ucraniano, moldavo, una de las ciento cinco lenguas de la Unión Soviética —les enseñaron esa cifra en la escuela— y, en el extranjero, han dedicado buena parte de sus vidas a enseñar ruso.   

El Pueblo Potemkin se usa como símbolo de cualquier cosa que se presenta como éxito pero que en realidad no existe, o es más bien un desastre. El origen de la metáfora se encuentra en la visita que realizó la zarina Catalina II a la península de Crimea al poco tiempo de habérsela arrebatado a los turcos, en el último cuarto del siglo XVIII. El mariscal Gregorio Potemkin, que había dirigido las operaciones para conquistar Crimea, quería mostrar a la zarina la prosperidad de la península, pero lo cierto es que estaba devastada por la guerra. Sin embargo, la zarina vio una Crimea próspera, con pueblos recién construidos que evocaban bienestar y riqueza. La vio de lejos, pues el mariscal se empeñó en que no se acercara a las poblaciones, aduciendo que no era conveniente que la zarina se mezclara con el vulgo, con las gentes que alegremente les saludaban desde lejos. La zarina regresó a San Petersburgo contenta e impresionada por la labor que estaba desempeñando el mariscal en la nueva provincia del Imperio. Lo que no sabía es que este la había engañado orquestando una genial maniobra para que ella viera la misma población repetidamente: cuando la zarina se cansaba de mirar el pueblo y seguía su camino hacia otro pueblo, un auténtico ejército de operarios desmontaba los edificios y trasladaba el pueblo entero a otra ubicación, justo a tiempo para que, cuando llegara la comitiva, la zarina lo viera y pensara que se trataba de otro pueblo. Fue en 1787.   

Ciento setenta años después, Gabriel García Márquez —en un viaje que realizó junto a dos amigos por Europa del Este— creyó ver un cúmulo de Pueblos Potemkin nada más pisar Ucrania: «En las aldeas adornadas con motivos de amistad universal los campesinos salían a saludar al tren. […] Las aldeas parecían alegres y limpias, pero las casas dispersas en el campo, con sus molinos de agua, sus carreteras volcadas en el corral con gallinas y cerdos —de acuerdo con la literatura clásica— eran pobres y tristes, con paredes de barro y techo de paja». Los primeros soviéticos que vio García Márquez llevaban el síndrome de Pueblo Potemkin en su ADN.   

Setenta y pico años de sovietización lingüística

La Unión Soviética fue pionera en usar deliberadamente la política lingüística para conseguir otros objetivos políticos que formaban parte de uno más ambicioso: la construcción de ese imperio que llamaron Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Durante más de setenta años, los distintos Gobiernos implementaron políticas que cambiaron el uso de la lengua en cada república de la unión. Los dirigentes soviéticos sabían que la lengua cuenta, que es una parte crucial de la identidad de los individuos, de la identidad que el Estado atribuye al individuo y, por tanto, de la propia identidad del Estado. Decía Goethe que Dios dota de lenguaje a los hombres para que estos puedan ocultar su pensamiento; de esta máxima la política lingüística soviética extrajo, para que no hubiera ambigüedades, el verbo poder, y así cohibió el pensamiento de los individuos intentando que calara un input ideológico transmitido cada vez con más frecuencia en la lengua representativa de la ideología de la nueva nación, el ruso. Desde Lenin hasta Gorbachov, los Gobiernos consiguieron poco a poco sus objetivos con las políticas lingüísticas desarrolladas, que a veces fueron contradictorias o confusas: al mismo tiempo que las lenguas autóctonas de las repúblicas se consideraron en un principio útiles para crear un sentido de identidad en cada república —asumiendo el peligro potencial de la creación de micronacionalismos—, la tendencia fue promover una lengua única, el ruso, para la creación de una nueva nación-Estado unificada e industrializada, un imperio en el siglo XX.

Desde su fundación en 1922 hasta su ocaso en 1991, la Unión Soviética fue un país multilingüe, multiétnico, enorme, y, a la vez, con elementos unificadores. García Márquez, impresionado, contaba esto así: «Cuando en la península de Chukotka son las cinco de la mañana, en el lago de Baikal, Siberia, es la medianoche, mientras en Moscú son todavía las siete de la tarde del día anterior. Esos detalles proporcionan una idea aproximada de ese coloso que es la Unión Soviética, con sus ciento cinco idiomas, sus doscientos millones de habitantes, sus incontadas nacionalidades de las cuales una vive en una sola aldea, veinte en la pequeña región de Daguestán y algunas no han sido todavía establecidas y cuya superficie —tres veces los Estados Unidos— ocupa la mitad de Europa, una tercera parte de Asia y constituye en síntesis la sexta parte del mundo, 22 400 000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola». El censo de 1989 recoge unos ciento cincuenta idiomas y ciento treinta grupos étnicos repartidos entre las quince repúblicas —Estonia, Letonia y Lituania en el Báltico, Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán, Tayikistán y Turkmenistán en Eurasia, Azerbaiyán, Georgia y Armenia en el Cáucaso, las eslavas Ucrania, Bielorrusia y Rusia, y finalmente Moldavia, que es rumanófona—. Otros estudios lingüísticos, sin embargo, por esas mismas fechas contaron casi doscientos idiomas; el ruso, el mayoritario, era la lengua materna de algo más del cincuenta por ciento de la población.  

Inicialmente, la intención fue respetar las diversas lenguas de la unión y tratarlas con igualdad. La política nacional de Lenin, aunque no siempre se implementara, garantizaba el derecho a usar la lengua materna, la autóctona. Se trataba posiblemente de un gesto político, de un intento de reconciliar a los no hablantes de ruso con el régimen soviético. Tuvo un impacto positivo; el Gobierno invirtió en investigación enviando a lingüistas a hacer trabajo de campo para estudiar lenguas minoritarias, crear sistemas de escritura y desarrollar materiales pedagógicos y diccionarios. Desarrollaron una política tan detallada que el censo distinguía entre народнocть [narodnost], palabra derivada del sustantivo «pueblo» que hace referencia sobre todo a la etnia, y национальность [natsionalnost], traducible por ‘nacionalidad’. Los conceptos, relacionados, podían en la práctica repercutir en los derechos lingüísticos de la gente. La etnia venía determinada por la lengua materna, mientras que la nacionalidad la otorgaba la etnia declarada, aunque careciese de lengua; por ejemplo, un ucraniano que trabajara en Nóvgorod declararía ser de nacionalidad ucraniana, pero al no hablar ucraniano sino ruso, su etnia sería la rusa. Y así es como el Gobierno obtendría un ucraniano rusificado, un ucraniano convertido por obra y gracia de la política lingüística en ruso, expandiendo la etnia rusa y el uso de la lengua. Aun así, las buenas intenciones continuaron y hasta el final de la era soviética se siguió pagando a lingüistas para que fueran a lugares remotos a describir las lenguas minoritarias, consideradas —acertadamente— patrimonio del Imperio.    

Pasó el tiempo y los líderes del país, en particular Stalin y luego Jrushchov, se sirvieron cada vez más del idioma ruso como fuerza unificadora de los diferentes pueblos, o etnias, del Estado. Algunas lenguas empezaron a escribirse con alfabeto cirílico, hecho que justificaron arguyendo que la ortografía latina no era la adecuada para representar el sistema fonético de dichas lenguas. Así fue como decidieron que en Moldavia se escribiría el moldavo —también llamado rumano, una lengua romance bastante parecida al italiano— con alfabeto cirílico. Lo del moldavo es solo un ejemplo entre algunas otras ideas brillantes. La otra medida estrella fue establecer que el ruso fuera la lengua vehicular de la enseñanza y las lenguas maternas o autóctonas se convirtieron en simples asignaturas —no es descabellado, sigue pasando en todo el mundo (ha pasado y pasa en Cataluña)— y, en algunos casos, se suprimieron completamente del currículum. La desaparición de la diversidad fue un hecho, parte de una política que también tenía como objetivo que desaparecieran las clases sociales y que a García Márquez le pareció muy efectiva: «La desaparición de las clases es una evidencia impresionante. La gente es toda igual, en el mismo nivel, vestida con ropa vieja y mal cortada y con zapatos de pacotilla. […] el hecho es que ellos creen que viven bien y en realidad viven mal». El Gobierno centralizado del Partido Comunista ya había conseguido que la unión fuera más que nominal y Stalin «controlaba personalmente las construcciones, la política, la administración, la moral privada, el arte, la lingüística, sin moverse de su oficina». Llegada la era Brézhnev de la década de 1970, el proceso de rusificación de las diversas etnias de las regiones del Báltico, Europa del Este, el Cáucaso y Asia Central se había completado en gran medida y el ruso se había convertido en la lingua franca de todas las repúblicas.

Al inicio de la perestroika de mediados de los años ochenta, al menos la mitad de los ciudadanos de la URSS decían ser bilingües con ruso y un porcentaje significativo de gente había abandonado su lengua materna. Перестройка [piristroika] es una palabra derivada del prefijo пере-, traducible por ‘re-’ y el verbo строить, ‘construir’, que significa ‘volver a construir’, ‘reconstruir’ o ‘reconstrucción’, pero poco se podía reconstruir ya. Según un censo de los años noventa, sesenta y tres de las lenguas de Rusia —solo del nuevo Estado de Rusia— estaban en peligro de extinción. Hoy, diez han desaparecido, seis están amenazadas, siete en proceso de sustitución, ocho moribundas, otras ocho casi extinguidas y nueve están inactivas, según la clasificación de los datos que hace la web Ethnologue. Luchar contra esta hecatombe lingüística forma parte del desafío al que se enfrentan los Estados surgidos del colapso de la Unión Soviética: la monumental tarea de revertir más de setenta años de políticas lingüísticas centradas en la lengua rusa en detrimento de las lenguas autóctonas. En muchos casos el proceso es irreversible, pero en otros las lenguas salen a la calle a conseguir hablantes y volvemos a hablar de política lingüística, que siempre, siempre, forma parte de un objetivo político superior. Es como si dependiendo de quién gobierne las lenguas tuvieran unos derechos, pero no las personas. 

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Bibliografía

García Márquez, G. 2015. De viaje por Europa del Este. Barcelona: Penguin Random House.

Grenoble, L. A. 2003. Language policy in the Soviet Union. Dordrecht: Kluwer Academic Publishers.

Palabrofilia: los sentidos de las palabras

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Fotografía: DP.

1. La vista

«Palabras, palabras, palabras», le contesta Hamlet a Polonio cuando este le pregunta qué está leyendo. Efectivamente: está viendo palabras. Fuera de su contexto, la respuesta de Hamlet remite a la fisicidad gráfica de la palabra, su forma, su signo. Lo que se ve, lo que vemos.

Más allá del significado, la descripción, la imaginación, más allá de la diatriba entre showing y telling, más allá de la memoria y de la poesía, la palabra escrita cumple, ante todo, una función visual. El arte de la caligrafía china y árabe, los caligramas de Apollinaire y de Joan Brossa transforman las palabras en visión, y la visión en palabras.

En la escena quinta del último acto, Macbeth presiente que está a punto de morir, que para él ya no habrá ‘mañana’ —to-morrow, to-morrow, to-morrow—, y mientras la voz encarna la renuncia y el miedo, vemos aquel mañana de muerte, en su triple repetición que ocupa un verso entero. En un único verso vemos la pena (sorrow), la vida que se estrecha (narrow), el túmulo definitivo (barrow).

El teatro es precisamente el lugar de la visión —del verbo griego theaomai, ‘contemplar’—, es el espacio físico y simbólico donde la palabra escrita se vuelve visible. La organización clásica del texto en actos y escenas, con la descripción inicial de los personajes y las acotaciones para los actores y directores, reproduce visualmente, en la página, el movimiento que se genera en la escena. Palabra y acción.

«Adapta la palabra a la acción, la acción a la palabra», les dice Hamlet a los actores. Primero ve, luego actúa. Primero lee, luego escucha.

2. El oído

Hay dos versos que se repiten tres veces, con ligeras modificaciones, en el Infierno dantesco. Tres veces pronunciados por Virgilio. Tres veces dirigidos a seres mitológicos: Caronte, Minos y Pluto. Tres veces invocación, orden y explicación. Esa simetría perfecta de la Comedia. Los tres reinos, las tres partes, los treinta y tres cantos por parte (más el introductorio del Infierno), los tercetos. La poesía, el verso, la palabra —le mot juste, diría Flaubert—.

Estamos en el canto tercero: tras cruzar la puerta del Infierno y el Anteinfierno, Dante y su guía llegan al río Aqueronte. Y se encuentran con Caronte, el psicopompo, el barquero de las almas (de psique, ‘alma’, y pompós, ‘guía’). Se sorprende al verlos, Dante está vivo y no puede transitar por el reino infernal. Entonces Virgilio le dice: Caronte, no te enfades, vuolsi così colà dove si puote ciò che si vuole e più non dimandare. Lee los versos otra vez, en voz alta («Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido: el verso exige la pronunciación. El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto», decía Borges, precisamente a propósito de la Comedia).

En la complejidad del verso, con la duplicación, la aliteración, la acentuación, está toda la sonoridad de la palabra dantesca. Ahí está la poesía. Virgilio le está diciendo a Caronte que alguien con más poder (es decir: Dios) ha decidido que Dante sí puede cruzar y que no pregunte más. El verso es rápido y definitivo. Explica mientras ordena y demanda. Y Caronte se calla.

Algo parecido ocurre con Minos, el juez infernal que custodia la entrada al segundo círculo. El quinto canto acaba de empezar, Dante nos describe al monstruo y este se dirige directamente a él. Ten cuidado, le dice, por aquí podrás pasar, pero no salir. Y una vez más Virgilio se impone: vuolsi così colà dove si puote ciò che si vuole e più non dimandare. Y Minos se calla.

Y llegamos a Pluto, el demonio que guarda el cuarto círculo. Su furiosa invocación abre el canto séptimo, Virgilio se enfada: maldito lobo, le dice, este viaje por la oscuridad más profunda no ocurre sin razones —non è sanza cagion l’andare al cupo: vuolsi ne l’alto—, lo quieren desde allí arriba, en el Paraíso. Vuelve a leer los versos, sin pensar en lo que dicen, sino en cómo lo hacen. Escucha las palabras que se entrelazan y se encadenan, deduce el significado del sonido.

Esta es la base de la poesía metasemántica del etnólogo y poeta Fosco Maraini (su hija es más famosa, Dacia Maraini), es decir: construir poemas utilizando palabras inventadas, pero con sonido familiar. Así, quien lee y escucha, puede atribuir a las palabras significados personales, basándose en los sonidos y en la posición en el verso. Maraini reivindica el oído como sentido y función primaria del lenguaje. Su poema más famoso se titula «Il Lonfo», y describe una suerte de animal, perezoso y lento, usando verbos y adjetivos inventados. Aquí lo tienes, junto a mi versión personal, sonora, porque nadie sabe qué es el Lonfo.

Il Lonfo non vaterca né gluisce
e molto raramente barigatta,
ma quando soffia il bego a bisce bisce,
sdilenca un poco e gnagio s’archipatta.
È frusco il Lonfo! È pieno di lupigna
arrafferia malversa e sofolenta!
Se cionfi ti sbiduglia e ti arrupigna
se lugri ti botalla e ti criventa.
Eppure il vecchio Lonfo ammargelluto
che bete e zugghia e fonca nei trombazzi
fa legica busia, fa gisbuto;
e quasi quasi in segno di sberdazzi
gli affarferesti un gniffo. Ma lui, zuto
t’ alloppa, ti sbernecchia; e tu l’accazzi.

El Lonfo no bosteza ni traga,
Y muy raramente se estira,
Pero cuando sopla el viento por sus escamas,
Se sienta un poco y despacio se desparrama.
¡Es perezoso el Lonfo! ¡Está llena de morados
esa masa dolorida y maloliente!
Si te acercas te sopla y te araña
Si lo miras te reta y te gruñe.
Sin embargo, el viejo Lonfo machacado
Que bebe y chupa y mea en los arbustos
Da casi pena, da ternura;
Y casi casi para despertarlo
Le darías una bofetada. Pero él, callado
Se te acerca, te mira de reojo; y tú lo acaricias.

Fotografía: DP.

3. El gusto

Aumm aumm. Intenta repetirlo. Aumm Aumm. Saborea esa boca que se abre y se cierra de inmediato, los labios que se encuentran en la doble «m». Aumm Aumm. Acompaña ahora el sonido con el gesto de la mano que, mirando hacia abajo, primero extiende cada dedo, desde el pulgar hasta el meñique, y luego se recoge sobre sí misma, desde el meñique hasta el pulgar. Y, si quieres, ladea ligeramente la cabeza. Sonido, gesto, movimiento.

Saborea el gesto de esas dos palabras. Aumm Aumm. Saben a saliva y a complicidad.

Aumm Aumm es una expresión napolitana inseparable del gesto que la acompaña. La traducción más cercana sería ‘a escondidas’, ‘con discreción’, ‘sin que nadie se dé cuenta’. Según el contexto implica el secreto compartido, la acción ocultada. La repetición —Aumm Aumm— es figura de la inmediatez, refuerza y acelera la acción. La etimología podría ser puramente fonética y, de ser así, reproduciría el movimiento de la boca de los peces, que tragan agua y respiran a la vez.

Como nosotros, tragando y respirando palabras. Las palabras tienen sabor. Y no hablo solo del sabor del recuerdo o del presente, de la nostalgia o del futuro. La lengua, la saliva, los músculos de la laringe y del rostro participan de la enunciación, de la producción de sonido: son los órganos de la palabra física. Mastican su sabor, su aroma, sus especias.

Antes de probar el vino, el sumiller decanta su composición, su edad, sus notas y su retrogusto. Su historia. La palabra anticipa la experiencia de la cata, seduce las papilas preparándolas al fluir de la bebida. El intervalo entre el relato del vino y la copa anclada a los labios es breve, cómplice. Saborea este vino, aumm aumm.

4. El tacto

De niña tuve una amica del cuore. Tú también, supongo. Yo todavía la tengo, tengo varias, en verdad. Las tengo aquí, al lado del corazón. Son mis amigas, mis amigos, son de mi corazón. Dos palabras juntas, que se tocan, que se pueden tocar: amigo y corazón. Como el café de la mañana: lo tocas, lo ves, lo saboreas, lo hueles. La palabra tiene tacto, textura, materia.

Cesare Pavese fue quizás el mejor amigo de Natalia Ginzburg, los dos escritores, periodistas en Turín. Él se suicidó y ella le dedicó un texto precioso, «Retrato de un amigo», incluido en Las pequeñas virtudes. Nos lo describe en contrapunto con la ciudad donde ambos vivieron: triste, melancólica, envuelta en la niebla. Y palpamos aquella niebla, la nieve, el río, el abrigo oscuro de Pavese, el sombrero de ala larga, la bufanda de lana gruesa, mientras recorremos con los dedos las arrugas de su rostro. El retrato se materializa.

Mr. Gwyn, el escritor protagonista de la novela homónima de Alessandro Baricco, ha decidido dejar de escribir. Quiere pintar retratos, prepara la habitación, elige el tipo y el número de lámparas perfectas para conseguir la iluminación deseada, selecciona a una modelo y ella posa durante horas, en silencio. Él la pinta en la página, la escribe, con palabras cuenta su historia. Y se hacen amigos.

5. El olfato

Antes del éxito internacional de la saga Dos amigas, Elena Ferrante había publicado ya tres novelas, editadas en España en un mismo volumen, bajo el título Crónicas del desamor. En el relato de la mujer abandonada por su marido, de la hija que se enfrenta a la muerte de su madre y de la madre que se aleja de sus hijos la palabra es olor y fragancia.

Olga, protagonista de Los días del abandono, suda, el pelo pegado en la cara, el perro que se mea, el sexo en la cama. El miedo y la pérdida se huelen. La abandonada se abandona, durante esos días ácidos, amargos, salados. Y la sal marina, su picor en la piel dorada, la arena en los dedos de los pies le da cuerpo al viaje de Leda en La hija oscura. Sus hijas se han ido a Canadá con su padre y ella se refugia en un pueblo de playa. Allí, cada mañana, observa admirada la relación entre una joven madre y su niña, los juegos que comparten a través de la muñeca de la pequeña. Aquella muñeca huele a niñez, a representación. Leda la roba, sin querer y queriendo en parte, la cuida, la mima, no la devuelve. Es símbolo y alegoría de una maternidad en busca de sí misma, a la vez intimidad y rechazo.

«Mi madre se ahogó la noche del 23 de mayo, el día de mi cumpleaños», así empieza El amor molesto. El viaje de Delia, la actriz que protagoniza la novela, es un viaje sensorial que pasa, en primer lugar, por los olores: los de Nápoles, la ciudad que dejó para irse a Roma, los del abrigo y de los trajes de su madre Amalia, su cuerpo frío, su piel, su pelo brillante, el pintalabios usado. Son olores molestos.

6. El sexto sentido

Sí, soy palabrófila. Me obsesionan, me fascinan, me sorprenden las palabras. Las indago, las escruto, a la vez como adivina y fisióloga. La filía griega tiene que ver con el amor, con el afecto por y hacia algo o alguien, con la lealtad, con la creación de comunidad. Tiene que ver con el sexto sentido de la palabra, el que incorpora y amplifica los cinco anteriores: el lenguaje en sí mismo. Y con su reverso: el silencio. Solo si callas puedes ver, escuchar, saborear, oler, tocar la palabra, mientras la lees, la dices, la escuchas. «Palabras, palabras, palabras», estas palabras.


Una retórica de mierda: traducir la escatología en torno a Trump

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Donald Trump, 2018. Foto: Brian Cahn / Cordon.

Todo comenzó con aquella frase tan difícil de traducir a simple vista y que, por desgracia, tan sencilla era y tanto juego nos dio después: cuando, en una reunión en el despacho oval, Trump describió a países como Haití y El Salvador llamándolos shithole countries, algunos traductores se quedaron estancados y tuvieron que darle bastantes vueltas a la cabeza para no cagarla, por recurrir al chiste fácil. El asunto llegó tan lejos que el 13 de enero de 2018 Joana Walters le dedicó un artículo en el periódico británico The Guardian a las distintas traducciones según la variedad lingüística de los lectores. En Taiwán, por ejemplo, la equivocación alcanzó tal magnitud que la versión traducida les quedó como «países donde los pájaros no ponen huevos», una expresión que, al parecer, también designa un lugar donde reina la desolación. Es cierto que el equivalente al español no planteaba tantos problemas, aunque en un principio algunos medios no dieran con una solución para el sintagma tan apropiada y simple como «países de mierda». Si se quería que el efecto fuera más o menos el mismo, lo único que había que hacer era suprimir el agujero (hole) y quedarse con la mierda (shit). En realidad, y en la mayoría de los casos, el asunto se soluciona suprimiendo el elemento que cuantifica y dejando la mierda en solitario. Y es que ahí está la clave, la retórica de Trump huele, apesta —dirán algunos—, incluso si nos limitamos, como ocurre aquí, al plano lingüístico. De hecho en el argot británico el verbo to trump equivale a nuestra expresión coloquial «tirarse un pedo».

Como bien saben quienes tienen hijos pequeños, toda alusión a la mierda genera inevitablemente más. En el plano político, Trump despierta tanta animadversión que durante un tiempo incluso se llegó a creer que el actor Morgan Freeman le había respondido al presidente estadounidense con sus mismas palabras. «Nuestro presidente es una auténtica montaña de mierda» (Our President is a bonafide sack of shit), escribió en Twitter el pasado 27 de agosto. Ese mismo día el supuesto Morgan Freeman también retuiteó un comentario de Trump y añadió: «Eres la MIERDA más grande de la historia de nuestro país» (You are the largest PIECE OF SHIT in the history of our country). Al final, después de los innumerables retuiteos de quienes pensaron que se trataba de declaraciones genuinas del actor, resultó que el perfil pertenecía a otra persona, a alguien que solo compartía el nombre de Freeman y la afición a la escatología de Trump. El que sí lo hizo, a cara descubierta y sin Twitter de por medio, fue el actor y músico estadounidense Jack Black, que aprovechó su breve discurso a finales de septiembre en el Paseo de la Fama de Hollywood, donde acaban de concederle una estrella, para cerrar su agradecimiento con un «os quiero a todos, excepto a Donald Trump, que es un mierda» (a piece of shit). También lo hizo el año pasado un colaborador de la CNN, Reza Aslan, que dijo de Trump que era, entre otras cosas, un «mierda» y una «vergüenza para la humanidad» (This piece of shit is not just an embarrassment to America and a stain on the presidency. He’s an embarrassment to humankind). Después de los ataques de 2017 en Londres, Trump declaró que prohibiría la entrada a Estados Unidos de ciudadanos de siete países, cinco de ellos de mayoría árabe.

Una prueba del alcance de esta retórica la ejemplifica bien el caso de la frase «Mexico is the Shit», impresa, en inglés, en unas chamarras que ya llevan algo de tiempo generando polémica. En el país vecino, sus creadores, Ahmed Bautista y Anuar Layón, las idearon para internacionalizar el mensaje de que México es «chingón» o «chido», una estrategia publicitaria apolítica en un principio, aunque influida por la coyuntura en el momento de su lanzamiento —al menos, en palabras de uno de los responsables del concepto—, que no todos los mexicanos han acogido de buena gana. Lo cierto es que la prenda se ha convertido en el emblema de un movimiento contra las políticas de Trump. Ya el 17 de octubre de 2016 el fotógrafo mexicano Carlos E. Lang subió una imagen a Instagram en la que posaba con el objeto de la discordia, y junto a la que escribió: «Para todo aquél [sic] que crea que llevo una connotación negativa en la espalda, “The Shit” coloquialmente se refiere a algo “Muy Chingón”. Así que hoy me paré frente a la Torre de Trump mientras él regresaba a su oficina con mi chamarra de “México Es Muy Chingón”».

Muchas de las cosas que dice Trump se prestan lo suficiente al juego con múltiples alusiones hediondas. Y aunque la mierda se cuantifica de manera algo distinta en inglés, la lengua española cuenta con muchas expresiones escatológicas que permiten recrear esas referencias: desde las más gráficas, ese socorrido «cagarse encima» para los cobardes, pasando por las referentes al delito, «tapar la mierda», para los corruptos, hasta las más desagradables en el terreno de la oratoria, como «echar mierda por la boca», para los racistas y homófobos. Tampoco esto es nada nuevo en la política estadounidense; el habla vulgar de la calle se cuela con frecuencia en los mítines y en la propia administración estadounidense. En 2014 uno de los asesores de Obama calificó al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, de cobarde, o más bien de «cagado», si se respeta la fidelidad al término que utilizó en inglés: chickenshit (literalmente, mierda de pollo). La anécdota, citada en un artículo de Adam Entous publicado el pasado mes de junio en el New Yorker, nos recuerda que este tipo de jerga viene respaldada por una tradición que no obedece a partidos o ideologías. Entous apunta que el propio Obama basaba su política de exteriores en un principio fundamental, el de no meterse en estupideces de mierda o, en su versión palabra por palabra, «no hacer mierda estúpida» (Don’t do stupid shit). La serie web Horace and Pete se hacía eco del lema extraoficial de la campaña de Trump: «Acabemos con esta mierda» (Let’s just get this shit over with). Y eso que era una apuesta con una ambientación muy pegada al teatro clásico. En un artículo de 2016, publicado también en el New Yorker, Ian Crouch describió este proyecto como «la creación independiente más audaz de Louis C. K.» hasta entonces.

El presidente más parodiado de la historia de Estados Unidos no se queda, sin embargo, en el mero eslogan, sino que en sus declaraciones hace tiempo que suele recurrir a expresiones metafóricas en las que invariablemente todo huele mal, algo que se encargan de recordarnos las redes sociales. Si en un tuit del 28 de enero 2014 Trump se refería al cambio climático como esa «misma antigua mierda», trola o chorrada, del calentamiento global (the same old climate change (global warming) bullshit!), ahora repite con insistencia que hay que drenar el pantano, to drain the swamp, y lo hace para referirse a las aguas estancadas en las que está enfangada la corrupción. También es cierto que para oler esta imagen en español es necesario haber visto esos pantanos. Por eso la traducción de otra de sus expresiones con esta característica combinación fétida, la de swamp politicians, tendría que incorporar alguna connotación de ese tipo de ciénagas para trasladar con éxito su significado. Por ejemplo, el traductor podría decantarse por alternativas metafóricas como «políticos hediondos» o, quizás de manera más natural, «que apestan a corrupción». El asunto ha alcanzado niveles preocupantes: en el habla coloquial estadounidense se ha acuñado la expresión to take a trump, cuyas acepciones ilustran lo que en lingüística denominamos enantiosemia, una palabra o expresión que puede tener tanto un significado como su contrario. En este caso, la interpretación de sus distintos sentidos abarca desde el estreñimiento físico hasta la diarrea verbal, tóxica y racista que inunda los titulares con una frecuencia insufrible.

Nada debajo del vestido

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Eyes Wide Shut (1999). Imagen: Warner Bros.

Estamos solos, pero a veces una frase proporciona compañía, o una certeza a la que agarrarse, o una esperanza, como la que albergan los villanos cuando se reencuentran con 007 y dicen continuamente «Volvemos a vernos, señor Bond», con el vano propósito de acabar al fin con él. La frase fetiche no siempre contiene épica, o una promesa de felicidad. A menudo llama poco la atención. Cesare Pavese, arrastrado por su desencanto, siempre recurría a una expresión incapaz de hazañas, en forma de manotazo: «¡Me importa un bledo!». También Azorín deslizaba en muchos de sus libros un «siempre es tarde» que pasaba desapercibido, aunque al final podía quedarte la sensación de que nunca llegará ese tren.

No es fácil dar con una frase así, en forma de guante, hecha a medida, que sirva para que el autor se ría por dentro. Por regla general no existe, o está debidamente escondida. Los autores incluso intentan no repetir nunca la misma, para no encariñarse. Les gusta permanecer a solas con sus millones de oraciones, sin recordar ninguna en concreto. Construir una frase fetiche que se emplee siguiendo una pauta para iluminar un momento oscuro, o proveer un sueño, parece algo tan sencillo que bien pudiera ser muy difícil. Hay en ella una especie de pistoletazo al aire. Cuando la escuchas, sabes que va a suceder algo, aunque ignores el qué. Frank Columbo, el teniente de homicidios de Los Ángeles que interpretaba Peter Falk, tejía desordenadamente sus investigaciones, mientras fumaba puros apestosos, vestía una vieja gabardina y se movía en un Peugeot 403 Grande Luxe Cabriolet destartalado. En general avanzaba sin grandes certezas, hasta que, a punto de dejar marchar al sospechoso, le decía: «Por cierto, una última pregunta…». Segundos después, esclarecía el crimen.

Una oración favorita simboliza el agujero de la cerradura por el que entra un angosto haz de luz, insignificante como una cerilla. Pero hasta una cerilla es mucho. Los personajes de Faulkner se pasan sus novelas prendiendo una en mitad de la oscuridad. La frase «encendió una cerilla» aparece en casi todas sus obras. Esa cerilla trasciende al cigarro o la pipa, y a su luz Faulkner describe el pequeño universo que alumbra, como en Sartoris, cuando señala: «Snopes encontró una cerilla en el bolsillo y la encendió protegiéndola con la palma de la mano; ayudado por su luz escogió una de las prendas, descubriendo además mientras la cerilla terminaba de consumirse un paquete de cartas en el fondo del cajón». Conviene ser cuidadoso con una frase fetiche, por pequeña y banal que resulte, pues en ocasiones encierra todas las demás.

Los autores escriben muchas veces sin una razón para hacerlo, y su frase favorita carece de cualquier intención o utilidad; es solo un juego. La literatura, como ya sostenía Roberto Bolaño, solo sirve para la literatura. En los años en que Juan Marsé y Juan García Hortelano escribían juntos guiones para Germán Lorente, el argumento era casi siempre la historia de un intelectual en crisis, en la Costa del Sol, que se hacia acompañar por un pianista. Marsé contaba que «el negro aparecía, en la parte descriptiva del guion, presentado con la misma frase: Chico Lionel al piano hacía más nostálgica la presencia de Scott Fitzgerald». No significaba nada. De hecho, confiesa Marsé a Josep María Cuenca que la frase «era una estupidez como una casa».

Hay que ser un lector atento para encontrar el párrafo amado de un escritor, pues en ocasiones coincide con su párrafo secreto. Me costó cuatro libros hallar la frase favorita de George Simenon. Cada vez que la descubría debajo de otras proposiciones más grandes sentía que la página me abanicaba. Suena así: «Llevaba un vestido y era evidente que no llevaba nada debajo». Vive en La viuda, La bailarina del Gai-Moulin, en Maigret en Nueva York y en muchas otras novelas. Búsquenla.

En algunos textos varía ligeramente, pero mantiene el espíritu. En Barrio negro, por ejemplo, se afirma que «una negrita, que no tendría quince años, se sentó bajo la galería, llevaba un vestido verde, nada debajo, tenía piernas flacas, la cintura flexible, y estaba hojeando una revista ilustrada». En Por si algo me ocurriera, la mujer «debajo del vestido no llevaba ropa interior, solamente la piel sobre la cual el tejido negro se deslizaba libremente». En El gato alguien «bebió vino tinto directamente de la botella y cuando bajó Nelly, que iba en zapatillas y casi no llevaba nada debajo del vestido negro, no se le ocurrió qué decirle». Lo mismo pasa en El efecto de la luna: «Llevaba de la mañana a la noche el mismo vestido de seda negra bajo el que ahora Timar sabía que estaba desnuda y ese detalle le turbaba hasta tal punto que, con frecuencia, se veía obligado a mirar hacia otra parte».

Las frases simples, sin accesorios, debajo de las que solo hay un sustantivo y un verbo desnudos, persiguen a uno horas, semanas, años, o toda la vida.

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