
Sabemos que los colores no existen, pero son más que una ilusión.
Amets solía escuchar a su abuelo Joxemiel decir que aquellos burros, los de su caserío de Goizueta (Navarra), eran azules.
—Son grises, aitona; azul es el cielo, no los burros.
Pero Joxemiel —pronúnciese Joshémiel— estaba completamente seguro de lo que decía, aunque tuviera que defenderlo ante su nieto cada fin de semana.
De vuelta a la ikastola, el pequeño se armó con una caja de ceras Manley para intentar comprender las maravillas que obraba la lisérgica retina de su abuelo. Por supuesto, pintó burros azules, y también vacas rojas, del mismo color que la tierra recién sembrada. Esa que jamás debían pisar los animales.
Naroa, la chavala de prácticas en segundo de primaria, le dijo que era bonito, pero que se había equivocado con los colores. El crío era aún muy pequeño para entender lo de los caprichos de la luz sobre todo lo tangible. Por su parte, la maestra aspirante desconocía por completo que aquel dibujo infantil representaba una percepción cromática tan antigua como su lengua. O quizá más.
Aunque se trate de tres personajes ficticios, la fábula nos sirve para explicar este embrollo: tanto para Amets como para Naroa, la palabra urdin es el equivalente exacto al ‘azul’ del castellano, mientras que para Joxemiel es algo grisáceo, como un burro, o el frondoso vellón de una oveja latxa bajo otro chaparrón del Cantábrico. Salvando las distancias entre generaciones, lo cierto es que los restos de esta percepción indígena del color anterior a la de los siete colores del espectro cromático de Newton sobrevive en la lengua cotidiana: cuando el pelo encanece se le dice urdin de forma natural, y sin que el hablante piense en Lucía Bosé; harriurdin es la piedra de conglomerado, así como un topónimo recurrente. Si necesitan más pruebas, busquen gibelurdin en Google y verán que la seta en cuestión es gris. En cuanto a gorri, «rojo», es el color que se asigna a las vacas que vemos marrones, o a la tierra. También esta gorringo, que es como se llama a la yema del huevo, lo que sugiere que el tono naranja se incluía en el mismo paquete.
Puede parecer un tema banal, pero no cuando recordamos que la lengua vasca es la única superviviente de la Europa más antigua. Es cierto, iberos o etruscos dejaron tras de sí una lengua escrita; una visión del mundo cuyos restos se exponen en vitrinas, pero que seguimos sin poder descifrar. Sin embargo, el vasco estuvo a punto de desaparecer durante la romanización de la península ibérica, pero sobrevivió otros dos mil años más. Y más de uno ha investigado sobre la singularidad de sus colores.
Para estudiosos del tema como Patziku Perurena, también de Goizueta como Joxemiel pero ya de carne y hueso, la dicotomía blanco/negro entendida como positivo/negativo fue algo que trajeron los indoeuropeos, de los que proceden la mayoría de las lenguas habladas hoy en el continente. En la mitología vasca, recuerda Perurena, el negro tiene connotaciones positivas, mientras que es gorri, ‘rojo’, el que adquiere sentido negativo. Gorriak ikusi sería el equivalente a ‘pasarlas canutas’, y negu gorri es como se etiqueta un invierno tan crudo como el que estamos pasando.
No hay color

El lingüista Joseba Sarrionandia, a la vez uno de los escritores más prolíficos en lengua vasca, llegó a decir que los vascos «nunca han amado los colores»; una aseveración tan categórica que se vería reforzada por la ausencia de un término para designar al color verde en un lugar donde este es hegemónico. En su día se optó por orlegi, un neologismo del siglo XIX que no llegó a cuajar, y hoy se soluciona el tema con un facilón berde.
En su libro Euskaldunen kolore-unibertsoa (Elkar, XXX), Txema Preciado y Alfonso Mtz. Lizarduikoa llegan a la conclusión de que no hay una palabra para «verde» en vasco porque nunca hubo necesidad de la misma; o, lo que es lo mismo, no había aperos, ni animales, ni niños, ni actividades de ese color. Lo más parecido serían formas como hezea, ‘húmedo’, ondugabea, ‘no maduro’…
La tesis es sostenida por Rudolf Arnheim, psicólogo alemán referencial en el tema de la percepción visual, para quien resulta posible que una cultura posea muchas palabras para designar diferencias sutiles en los colores del ganado, pero ninguna para distinguir el azul del verde.
«Me quedo aquí, entre olas verdes y montañas azules», escribe el poeta Kirmen Uribe, aunque la confusión quizá no fuera exclusiva del Cantábrico oriental. Y es que el azul brilla por su ausencia entre las doscientas ocho descripciones de colores registradas en la Ilíada. El verde aparece, pero Homero lo utiliza cuando se refiere a la miel. Algo no encaja.
Sabemos que los matices del espectro cromático se multiplican a medida que aparecen nuevos tintes, sobre todo a partir del siglo xix. No obstante, hay expertos que apuntan a que las supuestas dificultades de los antiguos para distinguir los colores obedecerían a razones puramente fisiológicas. Así, la capacidad perceptiva se habría desarrollado con el paso de los siglos, y siempre gracias a la exposición a una gama cada vez más rica de colores.
Mencionábamos la ausencia de un vocablo original vasco para ‘verde’, pero no podemos pasar por alto que el mismo concepto de ‘color’, kolore, también carece de una forma propia en la lengua de Amets y Joxemiel.
¿Acaso sabían los vascos que no es más que una ilusión que se desvanece cuando cae la noche? Probablemente no, pero volvamos a recurrir a nuestros personajes ficticios: observen cómo Amets apunta a un cielo extrañamente despejado para Goizueta al que llama zeru urdina, que no es más que un calco del ‘cielo azul’ castellano. El viejo, sin embargo, siempre lo llamó oskarbi —del personaje mitológico Ortzi más garbi, ‘limpio’.
Joxemiel probablemente desconozca la etimología, o por qué los fenómenos atmosféricos no se expresan de forma impersonal en vasco: no se dice llueve, o nieva, sino que es alguien, Ortzi, o quien sea, el que lo provoca, tormentas eléctricas incluidas.
Hablábamos antes de las difuntas lenguas ibérica y etrusca, y de una visión del mundo congelada en vitrinas. No busquen en ellas textos vascos porque no los hay, pero escuchen la conversación más trivial entre un niño y su abuelo. Esa sí les dará las pistas.
