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Dejad paso, pedantes

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Si de manera general resulta una verdad tan triste como incontestable aquella frase atribuida a Jean-Paul Sartre de «el infierno son los otros», cuando hablamos de la profesión de escritor, el infierno son los pedantes. Esos tipos que cuando leen un artículo, en lugar de saborear su discurso o ponderar el contenido, esperan el desliz en una preposición, el resbalón en un dato o el crimen atroz de una palabra mal escogida que les permita soltar bilis en un comentario. La clase de persona que señala a un periodista (caso real) por emplear mal la palabra diezmar para referirse a una matanza en una población, puesto que eso equivaldría a «uno de cada diez», y según sus cuentas ese pueblo en guerra no ha perdido más que uno de cada cien. En un número del New Yorker tuvieron que matizar la afirmación de un escritor de que una empresa «estaba haciendo facturas treinta y cinco horas al día» porque alguien les recordó que el día, efectivamente, solamente tiene veinticuatro. En una nota educada (demasiado educada para mi gusto) los editores explicaron que se trataba de una exageración expresiva.

Imagínense lo ridículo que resultaría que alguien en un museo dijese que no le gusta Matisse porque se sale de las líneas al colorear, algo que ya se aprende desde la guardería. Pues sí: Matisse, en sus cuadros, hacía que el color viajara más allá de los trazos. Pero eso es algo tan cierto como irrelevante. Igual de irrelevante que calcular en la soledad cáustica del escritorio si los ataques de los que el escritor habla realmente están diezmando a la población. El lenguaje está para estirarlo, retorcerlo, adaptarlo. Y trabajar con él de la manera más expresiva y poderosa que se pueda, sin miedo a que una policía de la gramática te asalte en cada texto.

La primera vez que oí la expresión grammar nazi para referirse a esos individuos que andan a la caza de los errores de los demás casi me muero de risa, entre otras cosas porque yo, como tantos compañeros de profesión, sufría sus actos en silencio sin tener una etiqueta para ello. Los franceses dicen que cuando encuentras un nombre para designar un problema ya casi está resuelto. Y llevan mucha razón. Escriba usted un artículo con pretensión literaria y con un poco de (mala) suerte le leerán más nazis gramaticales que lectores casuales e inocentes.

En Inglaterra, tierra en la que por alguna razón florecen antes que en ninguna otra parte los tics del género humano, de un tiempo a esta parte ha aparecido una especie de Banksy de la puntuación. Un individuo (o individua) que pierde sus noches corrigiendo apóstrofes, guiones y deslices ortográficos en vallas publicitarias, paneles indicativos y signos de cualquier tipo. Son muchas las mañanas en las que la ciudad amanece con una apreciación en forma de trazo de rotulador de este Robin Hood léxico. Lo único que no le convierte en un grammar nazi, para ser justos con este corrector espontáneo, es que no parece alimentar su ego más que de manera privada, ya que jamás se ha dado a conocer y no ridiculiza a nadie, puesto que los textos que corrige en principio son anónimos.

Una de las características fundamentales del pedante es que sus correcciones a los demás surgen de un sentimiento de superioridad y una premisa radicalmente soberbia, sumergido en el pensamiento de «si yo no señalo este error, ¿cómo va la gente a aprender?». El ego del corrector actúa cuando corrige, porque la lógica que entra en funcionamiento es: «Si soy capaz de encontrar un error en alguien que escribe bien, eso significa que yo podría hacerlo aún mejor». Pues la premisa es falsa. Una ilusión. Encontrar errores, si se tiene la formación adecuada, es relativamente sencillo. Pero escribir bien, como sabe todo el que lo haya intentado de verdad, es condenadamente difícil. Pruritos culturales aparte, la situación es muy similar a la del espectador de un partido de fútbol que, ante el error de un jugador profesional, se convence de que él, el individuo que está hundido en el sofá, habría lanzado ese penalti mucho mejor.

Una de esas universidades americanas que parecen haber analizado todo en todas partes envió una serie de mensajes con errores tipográficos, ortográficos y/o gramaticales a un grupo variado de lectores, para estudiar sus reacciones a las faltas de los demás. Llegaron a la conclusión de que las personas introvertidas son menos condescendientes con los errores que las extrovertidas, que tendieron a pasar por alto los errores. También concluyeron que las mujeres apenas corrigen los deslices expresivos de los demás, algo que ya intuíamos: son menos propensas a enzarzarse en batallas de egos. Reconocieron cierto sentido de pertenencia al grupo por parte de los pedantes: los grammar nazis se aplauden entre ellos, alentándose a destrozar la presa. Cuando uno de ellos encuentra que el «escritor probablemente quería decir la misma arma en lugar de el mismo arma», el resto de la horda corre al teclado a reafirmar a su compañero y hacer sangre del hecho. Los editores casuales y no profesionales de Wikipedia han llegado a ser el ejemplo más notorio de esta tendencia. Alguno de ellos ha alcanzado cierta fama en el oficio altruista (no confundir con el editor profesional, que debe ser un águila de la corrección) de destripar los textos de otros. Así ha llegado a conocerse el nombre de Bryan Henderson, el más implacable de todos, quien afirma haber dedicado ocho años de su vida a investigar en Wikipedia el uso incorrecto de la expresión «comprised of». Alarmante.

La pregunta del millón en esto de la pedantería es si, cuando se reprenden públicamente errores en un texto, se está corrigiendo la frase o a la persona que lo ha escrito. Si han asistido a congresos, seminarios o conferencias, habrán comprobado que no resulta difícil toparse con un espécimen que, al final de las disertaciones, levanta la mano para hacer una pregunta en la que no busca ahondar en información alguna sino poner al conferenciante en un aprieto a partir de tal o cual afirmación. Estos preguntadores incómodos son especialmente odiosos cuando se ceban con investigadores jóvenes e inexpertos, que muchas veces llevan al congreso una primera comunicación cogida con alfileres que, por supuesto, tiene sus lagunas, pero que merecen la condescendencia del respeto a la juventud. Nada de eso ocurre: ahí está el pedante para intentar frenarles la vocación.  

Los foros abiertos de internet son las condiciones ideales para que estos fetichistas de las preposiciones proliferen y se diviertan. Artículos con comentarios: el hábitat ideal. Los comentarios en internet se habilitaron para mantener viva la célebre cita de apertura de la gran novela de Kennedy Toole (salida de la mente ácida de Jonathan Swift): «Cuando aparece un gran genio en el mundo se le puede reconocer por esta señal: todos los necios se conjuran contra él». Si no encuentra usted la elección de vocabulario de este autor suficientemente precisa, pues sencillamente no le lea. Pero cállese.

Si las revistas culturales con comentarios son el cielo de los pedantes, porque les ofrecen la materia óptima contra la que descargar sus golpes, en las redes sociales han encontrado su infierno. Plataformas como Facebook, Twitter y no digamos Whatsapp son una especie de armagedón para puristas de la lengua: un espacio en el que la gente escribe lo peor que sabe, sin acordarse de qué es esa práctica llamada puntuación y en la que se reproducen hasta el infinito errores ortográficos del tamaño de África. Una fábrica constante de la gilipollez expresiva contra la que resulta imposible luchar.

La cuestión de los pedantes públicos es aún más bochornosa cuando no se limitan a señalar las faltas de escritores de pequeño o mediano recorrido, sino que se atreven con los grandes. Por supuesto que se pueden encontrar errores en Cela, en Baroja, en Galdós o en Benet. Pero es ridículo señalarlo. Pedante. Francisco Umbral era una ametralladora de laísmos, dequeísmos y tics gramaticales de todo tipo. Pero también uno de los mejores escritores en español del siglo XX. Señalar el error en una preposición a Luis Landero es como afear a Van Gogh que una línea está torcida. Por supuesto que está torcida. Sublimemente torcida, igual que las frases del genio Umbral. Los buenos escritores pueden hacer lo que quieran con el lenguaje, igual que un pintor puede pintar como guste, y ahí está usted para comprar o no la obra, pero calladito.

Existe una subespecie entre los grammar nazis que daría para otro artículo: los especialistas en encontrar anacronismos e imprecisiones en las novelas históricas. La clase de persona que, cuando una novela histórica alcanza cierto éxito, la revisan de arriba abajo con la esperanza de ser el primero en señalar en el foro adecuado que no había naranjas en Cádiz en tal fecha, como el escritor afirma en su novela, o que en el medievo los cerdos no eran rosados sino negros, de manera que la descripción de la página 256 de tal libro no es fiel a la realidad histórica. A esos cazadores de microanacronismos en las novelas históricas les condeno a la pena de escribir en un tiempo inferior a dos años una novela histórica decente (no ya excelente, como algunas de las que critican). Si cumplen la condena, comprobarán que después del esfuerzo titánico que supone escribir un texto así se asume que los cerdos del vecino son del color que él diga. Los buenos escritores (y en novela histórica, en nuestro país, ahora mismo los hay muy buenos) necesitan reverencias y admiración por su trabajo, en lugar de precisiones rigoristas, porque conseguir novelas de ese interés y estilo en el apretado corsé de la historia no es trabajo fácil.  

Se me ocurren muchos, variados e imaginativos castigos para pedantes y grammar nazis, pero optaré por el más civilizado: condenarles a la obligación de escribir un artículo o novela de una calidad al menos aproximada a la última obra que se atrevieron a criticar desde su cómodo sillón de pedante sabelotodo. Este es mi consejo final a esa legión perversa de grammar nazis: hágase escritor o editor. Dedíquese a escribir de verdad, muchas horas a la semana. Entonces sí que se pasará el día entero corrigiendo textos y llegará a entender que hasta los ángeles se equivocan.


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